Escritos y discursos de Lyndon LaRouche

¡Continuemos la Revolución Americana!

por Lyndon H. LaRouche, Jr.
6 de enero de 2002.

Como está anunciado, el 24 de enero próximo se difundirá internacionalmente, por la internet, por dos horas y media, una conferencia que tendrá lugar en un hotel de Washington. Empezará con mi discurso de apertura, titulado "Y ahora, un año después", e incluirá la participación de los asistentes, así como de las personas del auditorio de varias partes del mundo que telefoneen.

El discurso y la discusión se dedicarán a presentarle una exigencia intelectual y moral a los gobiernos, los partidos políticos principales y los posibles jefes de Estado y de gobierno de las principales naciones del mundo, en especial la mía. Esa exigencia se concentrará en la crisis a la que se enfrentan actualmente todas y cada una de las naciones y sus jefes de Estado y de gobierno, en funciones y en perspectiva.

Mi exposición y la discusión subsiguiente se concentrarán en los cuatro asuntos interconexos más urgentes de la actualidad:

1. Las implicaciones mundiales del modo en que la desintegración cada vez más acelerada del actual sistema monetario-financiero mundial le da confirmación única a todos y cada uno de los pronósticos y evaluaciones económicos de largo plazo que he publicado respecto a la economía de los Estados Unidos y al sistema internacional. En este momento, el mundo se ve atrapado en lo que yo pronostiqué que sería el hundimiento, en general cada vez más rápido, de la mayor parte de la economía física del mundo. Este hundimiento económico expresa la fase final del sistema monetario-financiero internacional de "tipos de cambio flotantes" que se introdujo en agosto de 1971. A menos que ese quebrado sistema monetario-financiero se someta a la reorganización por quiebra que yo he recetado, realizada bajo la autoridad de los Estados nacionales soberanos, la situación económica y social general se tornará pronto más o menos desesperada.

2. Este hundimiento económico viene acompañado de la amenaza de una guerra mundial de "choque de las civilizaciones". Es la guerra mundial que proponen aquellos a los que en la literatura profesional se califica a menudo de estrategas "utopistas" y que todavía hoy siguen la doctrina que planteara en 1928 La conspiración abierta, de H. G. Wells. Dichos utopistas están representados, dentro de los Estados Unidos, por las fundaciones Smith-Richardson, Olin y Mellon-Scaife, y por los círculos de ya difunto profesor William Yandell Elliott, de Harvard. Tales fanáticos se han apoderado cada vez más de la doctrina militar y de política exterior de los Estados Unidos y otras naciones en los últimos cincuenta años más o menos. Su ideología, de la cual nos previnieron patriotas estadounidenses como el presidente Dwight Eisenhower, el general Douglas MacArthur y el senador William Fulbright, ha puesto al planeta a punto de precipitarse en una convulsión genocida mundial, afín a la guerra religiosa más limitada que casi destruyó a Europa central entre 1618 y 1648.

3. Hay en la historia moderna precedentes comprobados y bien definidos que nos dan un modelo de cómo salir bien librados de estas dos amenazas a la civilización. Esto, empero, define un tercer problema, de lo más decisivo. Esta combinación de crisis existenciales de la civilización entera coge a Europa occidental y América en una postura infortunada. Hoy día, la mayoría de los gobiernos y partidos políticos principales, incluídos los partidos políticos principales de los EUA, demuestran una falta de capacidad para concebir, adoptar y ejecutar la clase específica de medidas claramente definidas que se necesitan para liberar a sus naciones de la política monetario-financiera que ha llevado al planeta entero al borde del caos.

4. El cuarto asunto, el más significativo, de la presente crisis mundial es la cuestión del papel de la nación más poderosa del mundo, los Estados Unidos. ¿Cómo debemos evaluar ahora el papel pasado y posiblemente contínuo en la historia mundial que la Revolución Americana de 1776–1789, y de los presidentes Abraham Lincoln y Franklin Delano Roosevelt, sigue representando aun en las condiciones presentes en que el mundo se ve amenazado con descender en una nueva era de tinieblas de la humanidad? ¿Es probable que las necesarias reformas económicas y otras reformas mundiales conexas puedan hacerse oportunamente, a menos que los EUA asuman el papel implícito en lo que el secretario de Hacienda Alexander Hamilton definió como el sistema americano de economía política, y a menos que cumplan ese papel de manera congruente con las cualidades de conducción de Benjamín Franklin, Abraham Lincoln y Franklin Roosevelt en las grandes crisis del pasado?

O, para decirlo de otro modo, ¿qué papel deberían otras naciones importantes del mundo desear que adopten los Estados Unidos en vista de las tres amenazas a la civilización mundial a las que me he referido aquí en forma sumaria? ¿Puede sobrevivir la civilización si los Estados no adoptan ese papel de primus inter pares dentro de la comunidad de naciones?

Hablo en nombre de la tradición intelectual estadounidnse ejemplificada por el legado de Franklin y Lincoln. Es también el legado de la definición que diera el entonce secretario de Estado John Quincy Adams de una comunidad de principio entre un conjunto multipolar de Estados naciones soberanos republicanos. Defino lo que quiero decir con la frase "la continuación de la Revolución Americana", el asunto temático que unifica la discusión contínua de los cuatro asuntos que mencioné arriba.

Llamo ahora su atención a dos enseñanzas decisivas de la historia de los Estados Unidos, enseñanzas que indican las cuestiones que, muy probablemente, determinarán si la civilización mundial escapará del derrumbe inminente que nos amenaza.

1. Las raíces de la revolución

Los últimos 1.100 años de lo que es ya una civilización europea de alcance mundial estuvieron dominados por la lucha de los reformadores que trataban de definir lo que vino a ser el Estado nacional soberano moderno. Fue una lucha en contra de los "globalizadores" imperiales de la época. Entonces como ahora, los ganosos "globalizadores" trataban de sujetar a muchas naciones y pueblos a una autoridad imperial arbitraria, inpirada en lo principal, entonces como ahora, en las tradiciones de la antigua Roma imperial. Hace unos 600 años, se dio el primer éxito significativo, aunque moderado, de los reformadores, en el intento del Renacimiento del siglo 15 de fundar la forma de Estado nacional soberano basada en ese principio del derecho natural conocido ya como "el bienestar general" o el "bien común".

Ese principio del derecho natural significa que ningún gobierno tiene autoridad moral para reinar, a menos que se consagre eficazmente a promover el bienestar general de toda la población y su posteridad. Ningún gobierno tiene autoridad moral para encabezar a otras naciones, a menos que se dedique consagre celosamente al bienestar general de la comunidad de naciones, como al de la suya propia. Esta cualidad de gobierno —el principio del bienestar general, adoptado como el principio fundamental del derecho constitucional de los EUA, en el preámbulo de la Constitución Federal— define la única forma moral de gobierno. Es una forma de gobierno que ha repudiado abominaciones tales como el Imperio Romano; en tanto que utopistas estadounidenses de hoy día como Zbigniew Brzezinski y Samuel P. Huntington basan su perverso modelo de soldado y Estado en su intención de instaurar una forma de gobierno por bestias, que reinan sobre ganado humano cazado o acorralado.

Ejemplo típico del éxito moderado del Renacimiento fue el papel destacado de Nicolás de Cusa en la definición de la necesidad de fundar una comunidad de principio entre Estado nacionales soberanos (Concordantia Catholica), y su destacado papel (verbigracia, De Docta Ignorantia) en la definición de los principios de la ciencia física experimental moderna. El papel de Cusa en la inauguración del programa de exploración transoceánica que resultó directamente en que Colón aprovechara el conocimiento aportado por Toscanelli para llegar a América, y el gran impulso que Luca Pacioli y Leonardo da Vinci le dieron a la ciencia moderna, son ejemplos típicos. Tambiéen lo es el efecto conjunto de la capacidad de conducción que demostraron Juana de Arco y Jacques Coeur en Francia y que posibilitó la creación de la Francia moderna, bajo Luis XI, y la Inglaterra de Enrique VII y Tomás Moro.

No obstante, los enemigos del Renacimiento del siglo 15, encabezados por la potencia imperial marítima hegemónica de la época, Venecia, contraatacó, hundiendo a Europa en una serie de guerras religiosas devastadoras de 1511 a 1648, período que algunos historiadores definen con justa razón como una "pequeña era de tinieblas". De ese período de maldad, de política de Venecia y de sus cómplices Habsburgo, es parodia la locura homicida actual del programa de "choque de las civilizaciones" de Samuel P. Huntington Y Zbigniew Brzezinki, golems del profesor Elliott.

La Europa que volvió a la cordura bajo la paz instaurada con el Tratado de Westfalia de 1648 volvió los ojos a las colonias europeas de América, en especial las colonias inglesas norteamericanas, en tanto el único lugar probable para sentar un nuevo precedente del principio del republicanismo del Estado nacional soberano propio de personalidades del Renacimiento como Luis XI y Enrique VII. El papel de vanguardia de la Colonia de la Bahía de Massachusetts, bajo los Winthrop y los Mather del siglo 17 y principios del 18, aportó la semilla de cristal en torno a la cual se construyeron los futuros Estados Unidos. Los europeos ligados, directa o indirectamente, a la influencia sobresaliente de Godofredo Leibniz, tuvieron parte importante, en el siglo 18, en la construcción, en colonias como Pensilvania y Virginia, de los cimientos de lo que vendrían a ser los Estados Unidos.

Es de importancia decisiva hoy en día que los ciudadanos de los Estados Unidos y sus hijos entiendan el papel que desempeñaron los patriotas más grandes de Inglaterra, Irlanda, Escocia, Francia, Alemnia y otros lugares de Europa, como Leibniz y las redes que él creó, con su actuación para darle existencia a nuestra república norteamericana. Su intención deliberada, como lo ejemplifica el marqués de Lafayette, fue darle vida en nuestra nueva república a lo que Lafayette llamó "un templo de libertad y un faro de esperanza" para toda la humanidad.

Nuestra victoria de 1782–1783, y el que nos hayamos librado del caos merced a la Constitución de Filadelfia de 1787, provocó terror y rabia entre esos enemigos de la humanidad agazapados en la Compañía de las Indias Orientales de la monarquía británica y los intereses imperiales de las potencias principescas de Europa central, con eje en los Habsburgo. De modo que el Terror jacobino fue desatado por agentes, dirigidos desde Londres, de Jeremías Bentham, del Ministerio de Relaciones Exteriores de la Gran Bretaña, para evitar que se pusiera en vigor la Constitución adoptada bajo la conducción de Bailly y Lafayette. Cinco años de Terror jacobino, el reinado de Barras y la primera tiranía fascista, la del autoproclamado "césar" Napoleón Bonaparte, eliminaron el papel anterior de esa Francia que había sido el apoyo estratégico decisivo de la causa de nuestra independencia. Para esa época, Francia había devenido nuestro enemigo.

El Congreso de Viena de Metternich impuso el dominio de toda Europa por dos rivales, la monarquía británica y la Santa Alianza encabezada por Metternich, unidos en una causa: su odio a la imagen y la realidad de los Estados Unidos, y la determinación de destruir a ambas.

En las condiciones estratégicas inherentes a estos sucesos de 1789–1815, los EUA de la época de los presidentes John Adams, Thomas Jefferson y James Madison se volvieron un tanto pesimistas en lo cultural y significativamente corruptos. En las sombrías décadas previas a 1863, patriotas como los whigs estadounidenses, aglutinados en torno a Clay, los Carey, Monroe y John Quincy Adams, salvaron a los EUA del desmembramiento; pero la expansión de la esclavitud y la propagación de formas conexas de corrupción, ejemplificadas por el Partido Demócrata de Martin van Buren, August Belmont, Jackson, Polk, Pierce, Buchanan y McClellan, fueron los principales correlativos políticos de la debilidad moral y estratégica contínua de la nación. Esta debilidad prevaleció hasta la época de lo que con justa razón se ha llamado "la Segunda Revolución Americana", la gran victoria del presidente Lincoln sobre el títere de la monarquía británica, la Confederación.

A pesar del asesinato de Lincoln, la victoria sobre la Confederación y el desarrollo de los EUA como la principal nación del mundo en desarrollo agrícola e industrial en 1861–1876 hicieron que la influencia intelectual del sistema americano de economía política por buena parte del mundo. Esto se vería en ejemplos ilustrativos como la Alemania de 1877, en la Rusia del zar Alejandro II y Mendeleiev en la misma época, en el Japón de la Restauración Meiji, por toda América y en el surgimiento de la conducción de Sun Yat-Sen en China.

Así que, cuando se acercaba la década de 1890, Francia, Alemania, Rusia y muchas otras naciones entraban en cooperación en torno al tendido de ferrocarriles transcontinentales y tareas conexas. Esto lo inspiró la imagen de las realizaciones del sistema americano de economía política de Franklin, Hamilton, Lincoln y Carey como alternativa obvia a su rival, el parasitario sistema británico.

En la década de 1890, los enemigos de los Estados Unidos, agrupados en torno al príncipe de Gales, más tarde Eduardo VII, emprendieron una operación mundial que se llamó "geopolítica". Este fue un plan británico dirigido a ponerle fin a la cooperación entre esas naciones contrapunteando a Francia, Alemania, Rusia, Japón, etc. Tales fueron las guerras y desórdenes semejantes que estallaron de 1894 a 1917.

La farsa del juicio Dreyfus en Francia, las guerras de Japón contra China, Corea y Rusia entre 1894 y 1905, y el incidente de Fashoda en 1898, fueron partes de este proceso que condujo a lo que vino a llamarse la Primera Guerra Mundial.

El golpe más significativo en contra de la civilización en general fue el asesinato del presidente estadounidense McKinley en 1901, que llevó a la residencia presidencial estadounidense a Teodoro Roosevelt, quien, como Woodrow Wilson más adelante, fue no sólo un cachorro de la Confederación, sino, como su notorio mentor y tío, un devoto fanático de esa forma específicamente confederada de adoración de la monarquía británica. Así que, a todo lo largo del siglo 20, con la excepción del papel que desempeñó en 1933–1945 el presidente Franklin Roosevelt, los Estados Unidos han estado dominados, desde el aseianto de McKinley, en 1901, por la influencia de la dedicación al dominio imperial angloamericano compartido del mudno en general. Lo cual se ha combinado, bajo los presidentes Teodoro Roosevelt, Wilson, Coolidge, Truman, Nixon, Carter, así como la influencia del desgraciado Arthur Burns de Eisenhower, con los intentos de erradicar hasta los vestigios del sistema americano de economía política, e introducir extremos radicalemente irracionales de ideología liberal en nuestras escuelas, universidades y órganos de difusión, ideologías que son contrarias no sólo al vigoroso republicanismo de nuestro patriota tradicional, sino a la idea misma de veracidad.

Con eso no quiero dar a entender que el papel de los Estados Unidos se volviera "completamente malo" con esas presidencias fallidas o contaminadas. La reconstrucción económica de posguerra de los EUA y Europa Occidental, por ejemplo, bajo el sistema de Bretton Woods de 1945–1963, fue un éxito notable en relación a la decadencia posterior de los más o menos treintaicinco años del ciclo largo de autodestrucción económica que puso en marcha Nixon y aceleró en grande Carter.

Así, ahora que la economía de los EUA se desmorona, los mejores rasgos de la historia pasada de nuestra república y los mejores rasgos concomitantes de nuestras pasadas relaciones con Europa, el Lejano Oriente y dentro de las Américas, nos hacen señas para decirnos que volvamos a la tradición intelectual estadounidense que inspiró a Lincoln y Franklin Roosevelt en esos memorables momentos pasados, cuando esa tradición fue todo lo que salvó a nuestra república de la amenaza de hundirse en el olvido. Es hora de renovar y continuar la Revolución Americana.

2. El papel de los conductores

Los ejemplos de Benjamín Franklin, John Quincy Adams, los Carey, Abraham Lincoln y Franklin Roosevelt ilustran un principio de importancia decisiva para cualquier pueblo cuya nación este atrapada en una crisis existential como la que enfrenta el mundo en nuestros días. is, such as that facing the world today. La conducción de naciones en épocas de gran crisis, como la conducción en el progreso científico fundamental, es una cualidad que, en toda la historia conocida, ha sido específica de la clase de personalidad excepcional que conduce a un pueblo a salir de una condición recurrente de mediocridad moral e intelectual habitual, la fea condición en la que las naciones y sus pueblos se han metido no inevitable pero sí repedidamente, como ahora.

A este respecto, la amenaza más letal que enfrenta hoy nuestra república proviene precisamente de quienes se autoengañan con el supuesto de que el peso de esa mediocridad llamada "opinión popular" o "telecracia" debe ser el principio rector de la conducción nacional. Ninguna nación sufrió jamás peligro interno a no ser que su opinión popular prevaleciente patrocinara la crisis. Ninguna nación se autodestruyó jamás, salvo por el error persistente de sus instituciones reinantes y por la tolerancia, si es que no el consentimiento, de su propia opinión prevaleciente y decadente.

Piensen, por eso, en la figura de Sócrates. Piensen en la persona que, como el antiguo Solón de Atenas, sacude la conciencia de su pueblo para hacerlo reconocer y abandonar las opiniones que lo han llevado al borde de la autodestrucción. De esa manera, Franklin Roosevelt, en su campaña electoral y sus primeros actos decisivos como presidente, consiguió inducir a la mayoría de la opinión popular a abandonar las modas deleznables de la era de la flapper y el charleston, esas modas populares que habían llevado a la mayoría de la nación a consentir estúpidamente la gran catástrofe económica que Coolidge le heredó a su infeliz sucesor.

Las cualidades que distinguieron a Solón, a Sócrates, a Benjamín Franklin, a Lincoln o a Franklin Roosevelt son lo que a veces se llama "endodirección" o, sencillamente, "conciencia". A veces, pero no siempre, esta cualidad de conducción va unida a cualidades excepcional de verdadero genio intelectual; pero siempre refleja una firmeza terca de carácter personal, como lo vemos en el caso del gran canciller de la Alemania de posguerra, Konrad Adenauer. En todos los casos de un conductor eficaz en una época de crisis existencial, al diferencia que separa al verdadero conductor —genio o no— del político ordinario es una devoción inconmovible al futuro, más bien que esa tendencia habitual de la mediocridad moral al interés inmediato y exclusivo en ese lastimoso estado de pequeñez intelectual y moral, la pequeñez de la devoción ciega a las dizque duras realidades locales del aquí y el ahora.

En verdad, precisamente esa debilidad moral de la mayoría de los ciudadanos de nuestros días, la tendencia a temer los riesgos de ofender a la opinión popular, es lo que le quita a sus motivos la cualidad moralmente indispensable de la veracidad. Esta sumisión cobarde al temor de una opinión popular mediocre ha privado a menudo a un pueblo de su competencia para descubrir y obrar del modo necesario. en una época de crisis existencial como ésta, una sociedad se destruirá seguramente si la única solución que tiene a su alcance se rechaza meramente por que se la considera contraria a la opinión popular.

Así, el gran poeta y dramaturgo Federico Schiller, de cara al horror del Terror jacobino en Francia, dijo de Francia que "un gran momento ha encontrado gente pequeña". La estrechez y la miopía de una opinión popular obsesa con lo que le parece que son sus intereses más inmediatos y de corto plazo, es esa mediocridad moral que es la causa más frecuente de los horrores que una nación puede acarrearse a sí misma. Una embestida semejante de mediocridad entre nuestro propio pueblo ha devenido la fuente mayor de peligro para nuestras naciones en la actualidad.

Por eso, la historia nos recuerda: el conductor necesario en una época de crisis existencial es siempre la persona que contradice la opinión popular: "Podemoa salir de esta crisis si están ustedes dispuestos a encarar el hecho de que fue la opinión popular la que arrastró a esta nación a su desastre presente". El conductor debe estar esencialmente en lo justo en su crítica, pero tiene que hacerla, y con vigor, o, como el Hamlet de Shakespeare, resultará inútil como conductor de esa nación en su momento de crisis.

Por ejemplo, la terriblemente necia opinión popular estadounidense elabó esa "nueva economía" que ya ha demostrado ser la locura que siempre fue. ¿Cuántos estadounidenses que mal podían absorber la pérdida tiraron al caño sus recursos invirtiendo en el fraude de la "nueva economía"?

¿Cuantos estadounidenses deglutieron el cuento de que despachar nuestros puestos de trabajo a los mercados extranjeros de mano de obra barata traería prosperidad y seguridad aquí, dentro de los EUA?

¿Cuántos aceptaron el cuento de hadas de que el "libre comercio", reduciendo los precios de los bienes, "democráticamente" por debajo del costo físico de su producción, mejoraría la vida?

¿Cuántos creyeron que la medida de la prosperidad nacional era el precio de los "valores del accionista" en los mercados financieros, aun cuando esos "valores" se basaran en las prácticas financieras predatorias que han provocado ya el cierre en cadena de fábricas, la pérdida de servicios médicos y pensiones, despidos crecientes y, ahora, la amenaza inmediata de bancarrotas nacionales en cadena?

La lista de estas tonterías sigue y sigue y sigue.

Teniendo en cuenta lo que acabo de escribir sobre el asunto de la conducción, observen a los gobiernos típicos y a los partidos políticos principales de la actualidad. ¿Oyen el murmullo de frases tontas, repetidas a menudo, como "No es posible volver a meter el dentífrico al tubo", o "No se le puede dar marcha atrás al reloj"? Justamente necedad semejante es la clase de comportamiento habitual que se puede ver en la mayoría de los partidos políticos principales del mundo.

¿No les recuerda esto a los fabulosos lemmings que se tiran en masa al precipicio murmurando entre sí: "Tenemos que seguir la corriente para sobrevivir; así es nuestro modo de vida"? El comportamiento de esas direcciónes partidarias ¿no les recuerda, a menudo, el cuento del flautista mágico de Hamelin, que se llevó a los necios niños del pueblo a un lugar del que nunca volvieron?

Para salvar a una civilización que en este momento se precipita a la peor de la historia moderna y a la matanza interminable que desatan las guerras religiosas, debemos inyectar un nuevo factor de conducción en los procesos políticos de nuestros propios EUA y de otras naciones, más u menos como lo hizo Franklin Roosevelt en 1932–1933, o Lincoln, antes de él.

No se sabe si el Partido Republicano o el Demócrata o los dos podrán sobrevivir la crisis presente. Los que han estudiado la historia de los partidos en condiciones de grandes crisis semejante a la que nos acosa actualmente calcularían, a partir del comportamiento reciente de esos partidos, que los dos se tambalean cerca del borde de la autodesintegración, si se aferran a sus actuales hábitos arraigados.

Mi cálculo es el siguiente. Es posible y tal vez hasta probable que tanto el Partido Demócrata como el Republicano empiecen pronto a disintegrarse, porque han resultado tercamente incapaces de hacer las reformas que deben ocurrir para que volverlos otra vez útiles. No sé sobrevivirán los meses venideros, y tampoco lo sabe ninguno de ustedes. Es notable que condiciones semejantes de decadencia existen actualmente entre las formas parlamientarias de gobierno en la mayor parte del mundo.

En los EUA podemos estar seguros, si entendemos los peligros de la anarquía, que debemos organizar el proceso político de los Estados Unidos en torno a sus mejores tradiciones, tradiciones como las del presidente Lincoln en su siglo, y Franklin Roosevelt en el siglo que acaba de expirar. Debemos proceder como cuando La rama de olivo, de Mathew Carey, abrió paso al surgimiento del Partido Whig de los EUA, en un momento en que los dos partidos principales que existían en ese momento estaban en quiebra política y moral. Podemos estar seguros de que la única esperanza de conservar nuestra forma constitucional de gobierno, en estas peligrosas circunstancias, será el reagrupamiento de las fuerzas políticas existentes, como lo hicieron los dirigentes whig, y como Franklin Roosevelt sacó algo bueno y necesario del partido Demócrata que encabezó.

En medio de todas las incertidumbres de los decadentes procesos políticos partidarios actuales de la república estadounidense, una cosa es segura. Para los demócratas, en particular, el camino que debemos recorrer, a dondequiera que nos lleve, debe hacer volver lo mejor del Partido Demócrata a la norma de Franklin Roosevelt, y que la batalla por producir ese cambio sea el modo de resolver quién se queda, quién se va y quién viene de otros campos. Para este esfuerzo, no debemos concebir una victoria electoral partidaria como una lucha por los "valores del accionista", sino como un modo de organizar el diálogo nacional a través del cual seleccionemos los arreglos que se hagan para constituir un gobierno del cual las generaciones futuras no tengan que avergonzarse.

En los EUA en este momento, debemos tener por lo menos un partido político importante que sea sirviente de la verdad, y no la continuación de la práctica decadente del pasado reciente, de hacer de la mera opinión popular el instrumento del partido. Debemos tener conducción política en la tradición intelectual estadounidense, una conducción que veulva a poner al mando la promoción veraz del bienestar general de las generaciones presentes y futuras. Para ese propósito, yo soy, en este momento, su Solón y su Sócrates; ¡ayúdenme a salvarlos!

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Lyndon LaRouche discutirá estos temas con los asistentes a la reunión que tendrá lugar en Washington el jueves 24 de enero a la 1:00 de la tarde. La conferencia, patrocinada por el comité LaRouche in 2004, se difundirá internacionalmente por la internet, con traducción simultánea al español, por los sitios www.larouchein2004.com y www.larouchepub.com/spanish. También se podrá participar desde un auditorio cercano a las Naciones Unidas en Nueva York.

Para participar se requiere inscripción previa. Llame a Gretchen Small al teléfono 703-777-9451, ext 272.

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