Escritos y discursos de Lyndon LaRouche

En las huellas de John Quincy Adams
Mi estrategia para las Américas

por Lyndon H. LaRouche, Jr.
30 de noviembre de 2000

La combinación de la presente crisis electoral dentro de los Estados Unidos, con la embestida inmediatamente en marcha del mayor derrumbe financiero global en toda la historia, ha creado una situación en las Américas que se puede describir certeramente con las palabras siguientes.

Yo sé, de mis informantes en altos cargos en los gobiernos y en otras posiciones pertinentes a través del hemisferio, que actualmente nos domina una situación en la cual ninguno de los presentes gobiernos de las Américas, incluido el de los Estados Unidos, tiene la menor concepción de las realidades que enfrentarán sus respectivas naciones dentro de seis meses. De hecho, si los círculos dirigentes de los Estados Unidos no hubiesen sido tercamente ignorantes en dichas materias, el 7 de noviembre no hubiesen existido las candidaturas presidenciales ni del gobernador George W. Bush ni del vicepresidente Al Gore.

En esta situación, cierta responsabilidad peculiar ha recaído sobre mí. Esta obligación incluye una deuda para con viejos amigos como el finado ex presidente Frondizi de Argentina, entre muchos otros viejos amigos que ya fallecieron o que aún viven, con quienes he compartido una preocupación común en estas y otras materias durante un período de décadas. Circunstancias recientes, incluido el descrédito general de mis adversarios faccionales dentro del Partido Demócrata y la espectacular confirmación de mis advertencias, a menudo rechazadas, con respecto a la actual situación financiera y económica del mundo, han puesto en mis manos un tipo especial de autoridad, dentro de mis propios Estados Unidos e internacionalmente. A esa autoridad adicional le acompaña una cierta responsabilidad. Es su voluntad implícita que hable ahora de ciertas cuestiones de un cierto modo.

Como la única figura pública a la vista en cualquier parte del mundo que ha pronosticado con precisión, pública y repetidamente, la naturaleza exacta del derrumbe del sistema monetario mundial existente que embiste al mundo entero, debo utilizar el conocimiento relativamente único y las cualificaciones políticas afines ejemplificados en ese logro, para asentar ante todas las naciones de las Américas una perspectiva que corresponda a las emergentes realidades de la situación que ahora confrontan cada una de ellas, incluidos mis propios Estados Unidos desgarrados por la crisis.

Sobre esta materia, ya he expuesto mi diseño para medidas específicamente económicas y afines, en publicaciones que han tenido amplia circulación entre los círculos dirigentes en todo el mundo de hoy, si no en los medios informativos populares. Por lo tanto, ante éste, mi pretendido público presente, bastaría con que me límite a enfocar ciertas cuestiones estratégicas extremadamente urgentes que probablemente no serán presentadas por otras fuentes.

Comienzo examinando la situación mundial presente desde el punto de vista del legado y también de las profundas raíces históricas de la Doctrina Monroe estadounidense de 1823, que son de pertinencia urgente en la crisis cada vez más intensa de las relaciones entre las naciones de las Américas.

1.0  El legado de la Doctrina Monroe

Ciertamente, todas las figuras políticas educadas de este hemisferio están familiarizadas con lo que ha sido una accidentada continuidad en la política de todos los patriotas de los Estados Unidos hacia las otras naciones de las Américas, desde que el entonces Secretario de Estado John Quincy Adams diseñó la famosa directriz de 1823 adoptada por el presidente James Monroe, la llamada Doctrina Monroe.

Sin embargo, desafortunadamente, algunos de los fabricantes de mitos entre los ideólogos de Centro y Sudamérica —algunos de ellos bien intencionados pero ignorantes, otros no— han contaminado el ambiente de esta discusión, manifestando que ven una intención maliciosa dentro de la Doctrina Monroe. Esos mitos han contribuído significativamente a favorecer a los codiciosos adversarios de Iberoamérica. Hay que enfatizar la verdad para aclarar malentendidos. Sin despejar tales mitos, no sería probable una solución a los apuros presentes de los Estados de Centro y Sudamérica. Lo que se debe reafirmar urgentemente entre nosotros se puede resumir certeramente de la siguiente manera.

Para esas figuras a través de las Américas, es conocido que la Doctrina Monroe se adoptó a despecho de los principales enemigos europeos tanto de los Estados Unidos como de todas las jóvenes repúblicas emergentes de Centro y Sudamérica. Estos enemigos eran, principalmente, la monarquía británica y las fuerzas habsburgas de la llamada Santa Alianza. Esos enemigos, en esos y otros disfraces, constituyen los únicos enemigos significativos de los Estados de Centro y Sudamérica, tanto dentro y como fuera de nuestras repúblicas, y dentro de los Estados Unidos mismos, aún hoy en día.

Hay algunas partes de ese legado de la Doctrina Monroe que debieron haber sido conocidas más o menos ampliamente, y que se deben exponer de nuevo ahora, como algo indispensable para definir las bases de las relaciones entre las naciones del hemisferio hoy en día. Destaco esas partes y su conexión a la situación actual.

Los puntos más decisivos que planteó Adams, y que son ahora pertinentes, fueron dos. Primero, la noción de que la base correcta para todas las relaciones entre los Estados Unidos y todas las repúblicas emergentes de las Américas, era una comunidad de principios. Segundo, que a pesar de que los Estados Unidos se rehusaban a degradarse a hacer el papel de una "barca en la estela de un buque de guerra británico" en las depredaciones neocolonialistas de Gran Bretaña en contra de las repúblicas emergentes de las Américas, los Estados Unidos no tenían el poder, en esa época, para desafiar las prácticas depredadoras de Gran Bretaña directamente con fuerza militar. Sin embargo, en cuanto los Estados Unidos tuviesen dicho poder, debería de imponerse un final al papel de las ambiciones imperiales tanto habsburgas como británicas en los asuntos de todas las partes de las Américas.

La violación por parte de los Estados Unidos de su propio principio fundamental y cuerpo de derecho internacional, como expresa la Doctrina Monroe ese principio, al apoyar a la monarquía británica en la Guerra de las Malvinas de 1982, es el parteaguas desde el cual se ha llevado a cabo la ruina reciente, actualmente en marcha, tanto de los Estados Unidos como de las naciones al sur de su frontera.

Abordaré aspectos importantes relacionados con el segundo de estos dos puntos y, después de ello, regresaré al primero.

1.1  La guerra entre patriotas y la traición dentro de los Estados Unidos

Ciertamente, la facción traidora, compuesta de intereses de Wall Street y esclavistas dentro los propios Estados Unidos, tales como el liderato del Partido Demócrata de los presidentes Jackson, van Buren, Polk, Pierce y Buchanan, habían seguido una orientación contraria a la Doctrina Monroe. Ese partido fue el principal adversario de una tradición patriótica contraria que sostenían los círculos de John Quincy Adams, Henry Clay, los Carey y Abraham Lincoln, hasta 1848 y más adelante, continuando desde la presidencia de Lincoln hasta la elección del demócrata de Wall Street, Grover Cleveland como presidente.

Desafortunadamente, incluso después de la gran reñida victoria de Lincoln sobre los títeres de la monarquía británica, la Confederación, esas facciones de los partidos Demócrata y Republicano que representaban la misma alianza de Wall Street y las tradiciones esclavistas, como lo ejemplifican en tiempos más recientes los presidentes Cleveland, Wilson, Coolidge, Nixon, Carter y Bush, han representado un regreso a la misma orientación implícitamente traidora del liderato del Partido Demócrata del período previo a la victoria de Lincoln. Con la excepción de las presidencias de Franklin Roosevelt y John F. Kennedy, la política de la facción traidora ha prevalecido desde el asesinato en 1901 del presidente William McKinley, lo cual llevó a la presidencia a Teodoro Roosevelt, vinculado a la Sociedad Fabiana británica.

Durante el siglo 20, la reanudación de las políticas de Adams, Monroe y Lincoln, caracterizaron la famosa "Política del Buen Vecino" y los solemnes tratados y acuerdos establecidos bajo un gran patriota de los Estados Unidos, el presidente Franklin Roosevelt. La orientación de Franklin Roosevelt revivió una vez más, aunque brevemente, con la Alianza para el Progreso, del presidente John F. Kennedy.

Cualquier evaluación competente, ya sea diplomática u otra, de la política exterior estadounidense hoy en día, se tiene que basar en la comprensión del siguiente retroceso a las orientaciones racistas y neoliberales en los Estados Unidos hoy en día.

Desdichadamente, en la secuela del exitoso asesinato del presidente Kennedy, la reactivación del legado racista de los presidentes Cleveland, Teodoro Roosevelt y el entusiasta del Ku Klux Klan Woodrow Wilson, cobró ascendencia de nuevo. Este vuelco comenzó con el lanzamiento en 1966 de la asociación del entonces vicepresidente Richard Nixon con el Ku Klux Klan y tipos semejantes, el lanzamiento de la "Estrategia Sureña" de Nixon en 1966. La llegada de Jimmy Carter a la presidencia, expresó el proceso de toma del control de la maquinaria dominante del Partido Demócrata, por fuerzas de la misma composición ideológica y con la misma orientación de la Estrategia Sureña de Nixon.

Desde que se estableció el control de arriba a abajo sobre las maquinarias generales de ambos partidos principales, por parte de la "Estrategia Sureña", con la instalación del Proyecto Democracia en 1982 y la violación estadounidense del Tratado de Río, y otros tratados, en el caso de la Guerra de las Malvinas, también en 1982, la política de los Estados Unidos hacia los otros Estados de las Américas ha regresado plenamente a la tradición de tales agentes británicos y traidores estadounidenses como el tío y mentor político de Teodoro Roosevelt, el capitán James Bulloch, notorio filibustero del Caribe que se convirtió en el jefe de los servicios de inteligencia confederados con sede en Londres.

Especialmente desde 1989, la política estadounidense hacia las Américas se ha hecho peor aún que la abierta traición anterior al hemisferio por parte de Teodoro Roosevelt y Woodrow Wilson.

La orientación actual se basa en las doctrinas poblacionales maltusianas, semejantes a las de los nazis, como la notoria directriz estadounidense NSSM-200, que fue emitida en 1974 por el entonces secretario de Estado Henry A. Kissinger, o en la política en pro de la legalización de las drogas, copiada de la política hacia china de Lord Palmerston, las cuales están enviscerando a las naciones de Iberoamérica hoy en día. Eso en sí ya está mal, pero es mucho peor.

Con el derrumbe del poder soviético, que rebotó a partir del derrumbe del régimen de Honecker de Alemania Oriental en 1989, las fuerzas angloamericanas, representadas en ese momento por la primer ministro británica Margaret Thatcher, el presidente de Francia Francois Mitterrand, y el presidente de los Estados Unidos George Bush, redujeron a los demás miembros de la OTAN rápidamente al rango inferior de condición de satrapía, como lo hicieron con la "Tormenta del Desierto" de la señora Thatcher en la guerra contra Irak. Esos antiguos aliados de la OTAN fueron reducidos al estado de virtuales súbditos coloniales de una tiranía global angloparlante. Las políticas maltusianas nazis, congruentes con las del NSSM-200 de Kissinger, y las del príncipe Felipe y el príncipe Carlos de la monarquía británica, son actualmente las políticas hegemónicas del imperio mundial angloparlante que se derrumba hoy en día.

Así, se estableció una virtual dictadura mundial maltusiana, por parte de las potencias angloparlantes del caso, donde los Estados Unidos operan como el designado principal policía militar, el perene "gigante idiota" de la monarquía británica, la norma que la señora Thatcher le aplicó a su lacayo, el presidente de los Estados Unidos George Bush. Esto se hizo bajo la fusión virtual de las autoridades estatales de los Estados Unidos, con los Estados que son propiedad personal de la monarquía británica, el Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelandia. El resultado ha sido el establecimiento, bajo la consigna romántica de la "globalización", de un nuevo imperio romano mundial, en efecto, basado en la fusión virtual de las diversas burocracias estatales y supranacionales pertinentes con los intereses oligárquicos rentista-financieros globales.

Ahora, a poco más de diez años desde que las acciones de Thatcher, Mitterrand y Bush armaron ese nuevo imperio, ese imperio está en proceso de desintegración. La crisis de la elección presidencial que irrumpió en los Estados Unidos el 7 de noviembre de 2000, no se puede entender competentemente excepto en ese marco de referencia.

Como todos los imperios condenados del pasado, éste tiende a ser extremadamente salvaje, muy desalmado y muy peligroso en el corto plazo, en el momento en que fallece, cuando sus círculos gobernantes se vuelven cada vez más desesperados, cada vez más incompetentes y cada vez más decadentes. Es en estas circunstancias que hemos llegado al punto en que, de todas las naciones de Centro y Sudamérica, en este momento de crisis global, sólo Brasil mantiene todavía una cantidad significativa, aunque menguante, de su autoridad soberana en su propio territorio.

Tales son los puntos sobresalientes pertinentes de hoy, de las políticas pasadas hacia los Estados de Centro y Sudamérica, a menudo repugnantes y hasta asesinas, de las facciones que dirige Wall Street en los Estados Unidos.

Para Iberoamérica, el derrumbe de ese poder llegaría como una bendición, si hasta ahí llegase el daño. Sin embargo, para los Estados Unidos y su pueblo, también, el desplome de ese poder imperial no sería una calamidad, siempre y cuando hasta ahí llegase el daño. Del lado bueno, sería la oportunidad para retomar nuestra antigua soberanía y libertad, liberados de la bestia que una tiránica alianza usurpadora entre un Wall Street ahora en bancarrota irremediable y sus confederados racistas de la Estrategia Sureña, ha puesto sobre nuestras espaldas, y sobre las de ustedes también. En tal circunstancia, el impulso más o menos automático de nuestros patriotas sería retornar a los principios ejemplificados en la Doctrina Monroe. Sólo una profunda crisis podría causar un cambio tal, para eso sólo sería emblemático del modo en que han ocurrido generalmente los grandes cambios, para bien o para mal.

Eso nos daría la oportunidad de hacer los cambios necesarios, pero los cambios que debemos hacer deben ser la alternativa correcta.

Tomando en cuenta todas las muchas e inmensas incertidumbres que le acarrea al mundo el inevitable derrumbe financiero mundial que está en marcha, una cosa es absolutamente segura: casi todo está a punto de cambiar de la manera más completa. Lo que aún no está decidido, es si los cambios serán para bien, o para muy mal. La única interrogante importante es, si la crisis actual es el comienzo de un renacimiento global de la civilización, o el principio de una nueva era de tinieblas a escala planetaria que durará una generación o más.

Cualquier opinión en contrario de la situación presente, en cualquier parte de las Américas, es una ilusión.

1.2 Cinco siglos en las Américas

Por toda América Central y del Sur se han dicho muchas veces muchas tonterías sobre la gran república yanqui del norte. Ahora hemos llegado a un momento en que se tienen que hacer a un lado todos esos mitos necios, porque, en las condiciones económicas del mundo dictadas por el actual desplome financiero mundial, a menos que podamos lograr que los Estados Unidos jueguen nuevamente el tipo de papel que le deparó John Quincy Adams con su redacción de la Doctrina Monroe, cabe poca esperanza real para ninguno de los Estados de las Américas en las décadas que se avecinan.

El surgimiento de los Estados Unidos en el lapso entre 1776 y 1789 tiene un cierto carácter único, específico. Los Estados Unidos son una excepción histórica, pero no de la clase que afirmaban los cuenteros del presidente Teodoro Roosevelt. La clave de la verdadera excepción histórica estadounidense, el gran beneficio de la creación de esta república para toda la humanidad, es específicamente la siguiente.

Tras la terrible nueva era de tinieblas en el siglo 14 en Europa, surgió un gran Renacimiento en la Europa del siglo 15, un Renacimiento Dorado basado en la adopción cristiana del legado de la Grecia clásica y la obra de Platón; un Renacimiento caracterizado por la obra y la influencia del más grande individuo de ese siglo, el cardenal Nicolás de Cusa, que tuvo un papel organizador crucial en la gestión del gran concilio ecuménico de Florencia, y cuya obra dio origen al Estado nacional soberano moderno y estableció los principios de la ciencia física experimental de los que deriva su ímpetu el progreso científico y tecnológico moderno.

Entre las grandes causas en que el gran cardenal jugó un papel decisivo estuvo el establecimiento de nuevas naciones en las Américas. Gracias al trabajo de Cusa y sus colaboradores más allegados, se emprendieron grandes viajes de evangelización con el objeto de alcanzar a los pueblos de tierras allende los grandes océanos. Los logros de Cristóbal Colón fueron fruto directo del aliento y la asistencia técnica del entorno inmediato de Cusa, y de los colaboradores y otros simpatizantes de los esfuerzos de éste en Italia, Portugal y España. De esta semilla, propagada desde el Renacimiento del siglo 15 en Italia, las Américas adquirieron las premisas de lo que John Quincy Adams definiera como la comunidad de principio subyacente a la Doctrina Monroe de 1823.

Ningún estadista competente de nuestros días negará, desconocerá o menospreciará el hecho de que el Estado nacional soberano moderno —la República— cobró existencia por vez primera en ese siglo 15, germinado en los medios allegados a Cusa; y que esta forma de Estado fue un cambio revolucionario frente a la totalidad de la historia mundial hasta entonces. Cuando se impidió a los líderes del Renacimiento italiano establecer tal República en Italia, fundaron el primer Estado nacional moderno en la Francia de Luis XI y el segundo, en la Inglaterra de Enrique VII. La reina Isabel I de España tuvo un especial papel en la difusión de esta revolución a las Américas. Fue en ese siglo, entonces, que se estableció por todo el mundo un nuevo principio de estadismo, el concepto que, bajo ley natural, ningún gobierno tiene legítima autoridad de gobierno como no proceda del compromiso eficiente a fomentar algo conocido ya como el bienestar general, ya como el bien común, para la población entera, y para su posteridad.

La idea de que el mundo debe ser gobernado por una comunidad de Repúblicas o Estados nacionales soberanos, basada en tal principio, fue planteada por Nicolás de Cusa en su Concordantia catholica. El principio de progreso científico fue introducido a Europa en la época del gran Concilio de Florencia, con la obra De docta ignorantia, de Cusa, trabajo en que se ha basado desde entonces todo desarrollo válido de la ciencia moderna. La confluencia de estas dos vertientes, del Estado nacional soberano, republicano, basado en el compromiso a la promoción del bienestar general a través de los medios indispensables del progreso científico y tecnológico, ha sido la esencia de todos los éxitos en la realización del bien común, en el desarrollo de formas moralmente aceptables de Estados nacionales entre las naciones de las Américas, desde el descubrimiento colombino hasta la fecha.

Desde siempre tuvo poderosos adversarios esta gran revolución del estadismo y la moral pública, primero en Europa, y pronto también en las Américas. Esos adversarios no eran otra cosa que instrumentos del viejo orden feudal que había sumido a Europa en la terrible Nueva Era de Tinieblas del siglo 14: una combinación de fuerzas del feudalismo basado en el legado del derecho romano pagano y una oligarquía rentista-financiera tipificada por Venecia, que había ascendido a potencia marítima imperial hegemónica desde principios del siglo 13.

Estas últimas fuerzas, enemigas del Renacimiento, procuraron aplastar los logros del Renacimiento del siglo 15 con el arma más repugnante: la orquestación de guerras religiosas recurrentes, fabricadas y dirigidas desde Venecia, desde los primeros años del siglo 16 hasta el Tratado de Westfalia, en 1648.

En dichas circunstancias de los siglos 16 al 18, la posibilidad de mantener Estados nacionales como los que se vieron por un tiempo en la Francia de Luis XI y la Inglaterra de Enrique VII, prácticamente desapareció de Europa, hasta un breve período de liderazgo del cardenal Mazarino y su colaborador Jean-Baptiste Colbert en Francia.

En las condiciones que así prevalecieron en Europa, la esperanza inmediata de levantar Estados nacionales republicanos verdaderamente soberanos recayó en las colonias americanas. No obstante los dichosos impulsos del emperador José II, por motivo del entronque del poder británico y de los Habsburgo en las Américas, sólo las colonias angloparlantes de Norteamérica pudieron establecer la República en el curso del siglo 18, pese a grandes pero frustrados esfuerzos por lograrlo en otras partes. Desde mediados del siglo 18 hasta los acontecimientos del 14 de julio de 1789 en París orquestados por la Oficina de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña, las principales fuerzas intelectuales del continente europeo estaban unidas, en apoyo o en solidaridad, con la causa de los esfuerzos de Benjamín Franklin por dar nacimiento a una tal República.

Ese hilo conductor, desde el Renacimiento del siglo 15 y su gran concilio ecuménico en Florencia, es, en esencia, la verdadera naturaleza de la excepcionalidad histórica que puede y debe atribuirse a la Guerra de Independencia de los Estados Unidos, de 1776 a 1783; a la Declaración de Independencia, encabezada por Benjamín Franklin; y al preámbulo de la Constitución estadounidense de 1789.

Luego el Terror Jacobino de 1789 a 1794, orquestado desde un principio por la Oficina de Relaciones Exteriores británica bajo Jeremy Bentham, privó a la naciente república estadounidense de su principal y más poderoso aliado: Francia. Ese país, bajo la bota del primer fascista de la era moderna, Napoleón Bonaparte, erigido en nuevo César tirano del continente europeo, se convirtió en nuestro enemigo mortal. En tal predicamento, los Estados Unidos quedaron condenados por un tiempo a una desdichada combinación de aislamiento de sus amigos y amenazas de sus enemigos, motivo por el cual el presidente George Washington advertía que el país no debía enredarse en los asuntos internos de Europa por aquel entonces, en tales condiciones.

Fue así como se vieron los Estados Unidos en el período posterior al Congreso de Viena, período en que las fuerzas de la Santa Alianza, de Metternich, y la monarquía británica de Bentham se aliaron en su determinación de conquistar y arruinar a las naciones nuevas tanto de Norteamérica como del Sur. Fue por esas fechas que las fuerzas encabezadas por el presidente James Monroe, el presidente de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, Henry Clay, Mathew Carey y otros formularon la nueva visión estratégica para todas las Américas que habría de conocerse como la Doctrina Monroe.

De entonces acá, todos los patriotas inteligentes e informados de los Estados Unidos han visto en la unidad de intereses entre las repúblicas de las Américas como la primera línea de seguridad para cada una de estas repúblicas.

En cuanto a la política de los Estados Unidos desde entonces, la principal fuente de desviaciones del principio estratégico de largo plazo establecido en 1823 con la Doctrina Monroe, ha sido el ascenso cíclico al poder de dos pandillas de pillos traidores en los Estados Unidos, una alianza non sancta entre los intereses oligárquicos y rentistas de Wall Street representados por Aaron Burr, agente de la Oficina de Relaciones Exteriores británica en el Banco de Manhattan, y los intereses esclavistas encarnados en una Confederación secesionista creada en los Estados Unidos por la mazziniana Asociación Joven América, de Lord Palmerston, sucesor de Jeremy Bentham. Fueron estos los intereses contra los cuales el presidente Lincoln libró la mayor guerra en la historia de los Estados Unidos, la Guerra Civil. Luego representaron esos mismos intereses traidores los presidentes Grover Cleveland, Teodoro Roosevelt, Woodrow Wilson, Calvin Coolidge y, después del lanzamiento de la alianza racista conocida como la "Estrategia Sureña", los presidentes Richard Nixon, Jimmy Carter y George Bush. Esta alianza de corrientes de Wall Street y fuerzas racistas es la misma que representan ahora (por mal que lo hagan), los candidatos George W. Bush y Al Gore.

Estas son fuerzas que existen en los Estados Unidos, de las cuales deben precaverse todos los patriotas de las repúblicas de América Central y del Sur. Se trata de una anaconda cuyo tierno abrazo debe tratar de evitar todo el que desee seguir viviendo.

Como debe quedarle claro a todas las personas bien versadas de las Américas en la actualidad, la primera línea de defensa de la seguridad nacional de todas nuestras naciones es una fuerte sociedad entre los patriotas de los Estados Unidos y de las repúblicas de América Central y del Sur. Sin el papel de los Estados Unidos en tanto socio de la variedad que especifica la Doctrina Monroe, la seguridad de todas y cada una de las naciones de las Américas quedaría en duda en momentos de un estado de cosas estratégicamente peligroso en el mundo en general. La experiencia de los últimos doscientos años nos ha demostrado repetidamente hasta la fecha que así es.

Esto que acabo de resumir como lección histórica debe servir de fundamento a la política exterior de los Estados Unidos y en sus prácticas relacionadas a ésta, y así deben entenderlo también los patriotas de todas las demás naciones americanas. En cuanto al resto del mundo, si los americanos adoptamos una política de hacer el bien para beneficiarnos mutuamente, el resto del mundo no tendrá nada qué temernos.

El nacimiento de la República soberana estadounidense en las Américas fue, pues, tema de alabanza de los más ilustres poetas y otros de Europa; era visto como un "templo de libertad y faro de esperanza para toda la humanidad". Los que conocemos la verdadera historia de los últimos cinco siglos de civilización europea moderna ampliada, sabemos que este logro fue fruto de una gran revolución del estadismo, y en la condición de la humanidad, iniciada en Italia con el gran Renacimiento Dorado del siglo 15. No fue éste un logro brotado, pues, ni del suelo ni de las entrañas del continente norteamericano; fue un don legado y consignado al cuidado de unos Estados Unidos entonces bajo asedio, de todo lo que tenía de bueno la totalidad de la civilización europea.

2. La defensa de las Américas

El Renacimiento Dorado resolvió una gran cuestión de principio con su fomento de la forma soberana moderna del Estado nacional republicano. Con el establecimiento de Francia, bajo Luis XI, como el primer Estado nacional moderno, se puso en marcha una forma de sociedad basada en el principio del bienestar general. El primer deber de tal Estado, como se propuso dicho objetivo Luis XI, era el de poner fin a un sistema político en que la mayoría de la población súbdita era degradada a la condición de mero ganado humano. Esta doctrina, valga señalar, es diametralmente opuesta a la perversa doctrina profeudal del notorio doctor François Quesnay, de la posterior Ilustración, y de otros fisiócratas, que proponía perpetuar por siempre la condición inhumana, de ganado, de los siervos feudales.

Es así como la relación de adversarios que existía entre la república estadounidense, por una parte, y la monarquía británica y los intereses habsburgos, por la otra (exceptuando a José II de Austria y otros semejantes), era una discrepancia irreconciliable de principio relativa a la distinción entre seres humanos y ganado. Aunque la misión de Cristo, al igual que la de los destacados apóstoles Juan y Pablo, redimió a todas las personas en tanto seres igualmente hechos a imagen del Creador del universo, dicho principio cristiano fue violado sistemáticamente, en la práctica, por el derecho pagano romano y bizantino, por ejemplo, con las leyes del emperador Diocleciano. Esa misma violación fue la esencia de una tradición medioeval europea de feudalismo basada en el legado de esas costumbres romanas.

Los intereses oligárquicos (feudales y otros) de Europa se decían cristianos, pero, en la práctica del estadismo, casi todas eran, al igual que Bernard Mandeville, Adam Smith y sus adeptos contemporáneos, bogomiles teológicos de corazón.

Sólo fue con el impacto organizativo del Concilio de Florencia que cobró existencia una forma nueva, revolucionaria, de sociedad, en la que ningún gobierno tenía legítima autoridad de gobierno mientras no la derivase de servir eficientemente el principio del bienestar general.

Desde un principio, aun antes del Renacimiento del siglo 15, el enemigo de la humanidad ha sido lo que se conoce desde la antigüedad como "el principio oligárquico". Según ese principio, la facultad de establecer leyes se confiere o a un emperador, como lo tipifica la doctrina romana pagana del Pontifex Maximus, o alguna entidad que desempeñe la misma función. Ni los reyes eran más que meros agentes de tan supremo legislador imperial o de índole parecida. Tal fue siempre el concepto de ley bajo el feudalismo, y tal ha sido la base de perversiones similares bajo los sistemas de gobierno oligárquico-financiero hasta la fecha.

Esta cuestión de derecho es crucial para entender el conflicto que ha dominado desde un principio la sociedad europea moderna y sus ramificaciones por el mundo. El tema central es la cuestión de definir la naturaleza del individuo humano y la humanidad entera, ante la ley. Este es, por ende, el tema fundamental para definir el derecho mismo.

La interrogante principal del estadismo en general es ésta: ¿cuál es la naturaleza del ser humano? En otras palabras, ¿es el hombre simplemente una especie de bestia que habla, o posee este individuo una cualidad inherente que le distingue y eleva absolutamente por encima de cualquier bestia? La cualidad axiomática de la respuesta que se dé a esta pregunta, la más fundamental de todos los temas de derecho y estadismo, es la única base legítima para lo que llamamos derecho natural, la ley a la que deben subordinarse todas las demás leyes.

Este es el tema moral fundamental que distingue a cualquier cristiano, por ejemplo, de maltusianos tales como el vicepresidente Al Gore y el ex secretario de Estado Henry A. Kissinger. Sin esta distinción, la ley misma se degrada intrínsecamente a aquella condición de bestialidad hobbesiana que tan efusivamente alabó Kissinger en su célebre pronunciamiento de la Chatham House, en Londres, en la ocasión memorable que recordarán los patriotas bien informados de América Central y del Sur, del 10 de mayo de 1982.

Este es el tema moral fundamental que expresan las actuales violaciones estadounidenses de los derechos humanos naturales de las naciones y personas de América Central y del Sur. Este concepto es esencial a la definición funcional de una asociación duradera y equitativa entre las repúblicas de las Américas. Tal concepto de derecho es la única definición verdaderamente eficiente de un orden viable de intereses estratégicos compartidos.

En base a esta y otras premisas afines, debemos adoptar una imagen clara del carácter único del legado de la ley natural, o antimaltusiana, que hemos heredado como don del nacimiento de la civilización europea moderna en el Renacimiento del siglo 15. Tal imagen debe constituirse en premisa axiomática de una forma duradera de la nueva alianza urgentemente necesaria entre las repúblicas de las Américas.

2.1  Una nueva y necesaria doctrina de derecho natural

Nuestra tarea en estos momentos de peligro no es negociar un nuevo acuerdo o tratado entre los Estados de las Américas, sino otra tarea más modesta, y sin embargo no menos indispensable: definir entre nosotros la naturaleza de los principios de derecho que nos propondremos como objetivo e intención claramente entendida de todos aquellos acuerdos que podamos contraer entre nosotros.

Por intención de la ley me remito a una cuidadosa consideración de 1 Corintios 13 del apóstol Pablo, por ejemplo, donde se expresa la apreciación cristiana de la doctrina platónica del ágape. Esto debe verse a la luz del debate sobre los temas de verdad y justicia entre los personajes de Sócrates, Glaucón y Trasímaco, en el diálogo comúnmente conocido hoy con el título La República, de Platón. Este concepto de derecho, vertido por Pablo, va mucho más allá y es mucho más profundo que las definiciones un tanto vulgarizadas de "caritas" o "caridad" que tan comúnmente encontramos en la actualidad. El ágape exige, en primera aproximación, el concepto de que no se puede imponer ninguna ley que viole la obligación absoluta del Estado de fomentar el bienestar general (el bien común) de todas las personas, para toda su posteridad. El derecho natural no permite la aplicación de ninguna ley que fuerce al Estado a violar o soslayar esa consideración; cualquier ley contraria debe ser anulada en ese caso, por autoridad de la ley natural. Este es el gran principio cristiano del que fluye la fundación del Estado nacional soberano moderno, institución revolucionaria y nueva creada en el siglo 15.

En primer lugar, los estadistas y otros de las Américas debemos clarificar nuestra concordancia en las ramificaciones de este principio del derecho natural. Para tales efectos me limito a resumir en esta ocasión la explicación que ya he dado más ampliamente en otros escritos.

La idea de que cada hombre y mujer es creado igualmente a imagen del Creador del universo, suele transmitirse como doctrina recibida. Pero también es un hecho científico. La prueba científica de ello resulta de la demostración reiterada de que las facultades cognoscitivas perfectamente soberanas del ser humano individual son el único medio por el que puede descubrirse un principio físico universal experimentalmente validable, o reproducir en la mente de un estudiante el acto de dicho descubrimiento. Es por este medio —únicamente por este medio— que la especie humana logra lo que ninguna otra especie puede copiar: el aumento voluntario de la densidad relativa potencial de población de la especie humana en su totalidad.

Cuando la humanidad obra de esta manera, demostramos que el universo obedece a un diseño intrínseco que le inclina a responder a la voluntad del hombre toda vez que el hombre expresa un descubrimiento válido de principio universal y lo hace valer. Es así como sabemos a ciencia cierta que el hombre está hecho a imagen del Creador del universo, y por tanto está dotado del imperativo de obrar en consecuencia, transformando ese mismo universo de la manera en que lo exige el principio del ágape.

A la luz de tales pruebas, la propia evidencia científica nos conmina a distinguir absolutamente de las bestias a todas y cada una de las personas humanas, y ponerlas por encima de cualquier otro ser viviente. Ello también nos obliga a tratar al prójimo de cierta manera, en forma consecuente con el concepto del ágape en tanto principio máximo universal del derecho natural. Ello nos informa que existe una sola raza humana, la cual comparte esa distinción absoluta del ser humano, desde su nacimiento, con respecto de todas las demás especies. Ello nos indica que debemos cuidar de tales personas mediante la educación y demás atenciones dignas de su naturaleza. También tenemos la obligación de manifestar como cualidad principal de nuestra acción en el universo justamente esa capacidad creadora que define a nuestra especie, muy especialmente en todo lo que incida directamente en la condición humana.

Todo esto contrapone a la ley natural no sólo a los Adolfo Hitler de este mundo, sino a todos los seguidores del dogma de Malthus, Bertrand Russell, la finada Margaret Mead, Norbert Wiener, John von Neumann y el vicepresidente Gore.

El principio es elemental, pero no sencillo. Es elemental en el mismo sentido general en que cualquier descubrimiento v lido de principio físico universal es a la vez elemental y universal. Es un principio ubicuo que todo lo permea, pero nunca es sencillo.

Así, pues, el Estado tiene la obligación de actuar en virtud de ese principio del derecho natural, y los Estados tienen la misma obligación de actuar entre sí de esta manera.

Los americanos compartimos un vasto y rico territorio, con inmensas extensiones que aún están por desarrollarse conforme al principio de ley llamado ágape. Junto con regiones tales como los grandes yermos del continente australiano y las vastas regiones despobladas del Asia norte y central, contamos en este hemisferio con uno de los mayores tesoros de toda la humanidad. Por tanto el desarrollo de ese tesoro, que algunos carecemos de los medios para desarrollar, debe ponerse a disposición oportuna de la nación en cuya soberanía reside. En esta categoría de cooperación entre soberanos caen ciertas grandes obras de desarrollo de infraestructura que sólo pueden emprenderse mediante la cooperación en muchos planos.

El planeta entero encara ciertas necesidades que no se pueden satisfacer si cada nación emprende sola ese esfuerzo. Un caso tal es la lucha contra las epidemias y pandemias infecciosas mortales. Otro caso es el de la exploración del espacio inmediato, para descubrir los principios por los que podremos regular los ciclos glaciales, la destrucción meteórica y otras amenazas a la vida en nuestro planeta; estas son misiones de interés común para toda la humanidad, más allá de las naciones individuales, en que todas las naciones tendrán que colaborar para garantizar que se lleven a cabo. Por lo mismo, el derecho a compartir acceso a la totalidad del conocimiento científico, etc., como lo destacó el cardenal Nicolás de Cusa, es tanto derecho como obligación, por ley natural, de todas las naciones.

2.2 El Estado nacional soberano

Todo el que haya experimentado la sorpresa, caminando descalzo por la playa, de pisar un aguamala en la arena, comprenderá la sensación causada al hallar que alguien que uno suponía miembro sensato y cuerdo de la civilización moderna, de repente nos vuelve el estómago con la propuesta de que la eliminación del Estado nacional soberano es un objetivo deseable de la política actual. Tan agradable al tacto que parecía la arena de esa playa, ¡hasta que apareció aquello!

Por todo el mundo se ha llegado al momento en que prácticamente todos los sistemas de banca central, incluida la Reserva Federal estadounidense, no sólo están en bancarrota, sino que lo están sin remedio. Simplemente no hay forma de pagar, jamás, el monto nominal de la deuda pendiente en todo el mundo. Se tienen que desechar de golpe, o congelar en cuentas sin interés, cientos de billones de dólares o su equivalente en otras monedas, mientras se somete toda esa deuda a proceso de bancarrota. El problema es que si no desechamos o congelamos la mayoría de las obligaciones pendientes de capital financiero en el mundo, el mundo entero se precipitará a una prolongada y nueva era de tinieblas, cuyo desenlace más probable sería una reducción de la población total del mundo, por el derrumbe económico y sus efectos conexos, más o menos al nivel de hace seis siglos.

La única acción que puede impedir que este desplome financiero mundial conduzca a tales resultados son ciertas iniciativas de tal cualidad que sólo pueden emprenderlas Estados nacionales individuales, perfectamente soberanos. Entre esas acciones figuran la facultad de un gobierno soberano de someter a las instituciones en bancarrota a reorganización por quiebra, administrada por el gobierno, y generar grandes masas de crédito fresco, puesto en circulación mediante métodos bancarios a la manera de Alexander Hamilton, para aumentar rápidamente el empleo en actividades útiles, antes que dejar que se desplomen el empleo y los servicios esenciales.

Esta es precisamente la principal acción de urgencia que debemos esperar que emprendan, pues, los gobiernos soberanos del hemisferio, en el momento en que estalle el desplome ya inminente e inevitable, el más grande de la historia. Esta clase de medidas urgentes tiene que darse no sólo al interior de las naciones, sino en una rápida expansión del comercio internacional de bienes tangibles, con énfasis especial en los intercambios intrahemisféricos.

Un primer bastión de defensa, en este sentido, serán las medidas proteccionistas de emergencia para invertir las recientes tendencias descendentes en la producción de alimentos, y una vasta expansión de las inversiones en infraestructura básica, tales como transporte, energía, obras hidráulicas, sanidad, educación y salud, de las que depende, en últimas, el crecimiento económico verdadero y general.

Sin esta clase de medidas de reconstrucción y expansión económica forzadas, de emergencia, durante el año que viene, y a lo largo de los siguientes cinco a diez años, muchas naciones no sobrevivirán, aun biológicamente. Sin esta clase de cooperación internacional entre gobiernos soberanos, no será posible superar la crisis económica que se avecina, por más que en sí misma sea posible controlarla.

Las medidas prácticas implícitas en las observaciones que llevo dichas son un pivote sobre el que deben girar los cambios inmediatos que urgen en las relaciones entre Estados de las Américas.

Tales son, entre otras, las principales medidas que deben servir de base a un diálogo entre líderes de las naciones de nuestro hemisferio. El tema del diálogo que así se perfila debe ser de índole concreta, en torno al cual se definan aspectos prácticos a abordarse para dar definición clara, práctica y concreta a la comunidad de principio sentada en la Doctrina Monroe.

Para que sea factible lograr todas las otras cosas que debemos acordar entre las naciones soberanas de este hemisferio, debemos cultivar entre estadistas y demás un nivel de cooperación filosófica que permita comprender con profundidad suficiente los principios esenciales para identificar propósitos e intereses que podamos procurar en común, y dirimir ecuménicamente lo que parecieran ser escabrosas diferencias filosóficas.

Aunque la misión de Cristo, al igual que la de los destacados apóstoles Juan y Pablo, redimió a todas las personas en tanto seres igualmente hechos a imagen del Creador del universo, dicho principio cristiano fue violado sistemáticamente, en la práctica, por el derecho pagano romano y bizantino, por ejemplo, con las leyes del emperador Diocleciano.

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