Escritos y discursos de Lyndon LaRouche

Sobre la 'doctrina social de la Iglesia'
La moralidad y la inmortalidad: la crisis actual de los EU

17 de noviembre de 2004.

Hay un aspecto delicioso de ironía en que EIR recibiera el informe adjunto de nuestra corresponsal en Italia Liliana Gorini. Ya que fue su ancestro quien, de forma bastante literal, enterró a Giuseppe Mazzini, el que ella le informe a nuestro público anglófono del documento de 500 páginas del Vaticano, "Compendio de la doctrina social de la Iglesia", emitido por la Oficina de Prensa de la Santa Sede, tiene cierta ironía exquisita apropiada. Sería de esperar que esta excelente obra pudiera informar, y de ese modo mejorar la conducta futura de muchos ciudadanos hoy todavía descarriados, que votaron en contra del candidato presidencial demócrata John Kerry so pretexto de escrúpulos "morales".

Como informa el cardenal Renato Raffaele Martino, la composición recién dada a conocer la empezó el cardenal François–Xavier Nguyen van Thuan, un querido amigo mío hoy muerto.* Ahora sale a la luz como la obra terminada en la que estaba ocupado al momento de morir, sobre temas de los que él y yo conversamos en varias visitas que sostuvimos en los años previos a su muerte. En esta ocasión, fuese apropiado limitarme aquí a una cuestión de moralidad, que hay que plantear debido al gran torrente de hipocresía pura y santurrona hasta el asco exhibida por un gran número de ciudadanos autoproclamados "morales", en particular en la reciente elección del 2 de noviembre en el estado de Ohio.

Entre las más notables de las diversas sectas seudocristianas que hoy encuentran eco en la ciudadanía estadounidense, sectas que han proliferado así desde la época de la antigua Roma imperial, están esas cepas del gnosticismo que le confieren el dominio del mundo real a Satanás, excepto en las raras ocasiones en las que Dios el Creador pudiera intervenir con rudeza. Para los embaucados antiguos y modernos de estas y otras variedades parecidas de tradiciones sectarias paganas, la moralidad es, en esencia, un código de conducta adoptado para los moradores astutamente cautelosos en lo político de un dominio regido por Satanás, un dominio en el que nuestros típicos moralistas oportunistas y cobardes de hoy en general ven como "equívocos" los valientes enfrentamientos con la muerte de Juana de Arco o del reverendo Martin Luther King.

La conducta del pastor que fantasea que es un gallo que atiende a las gallinas de su congregación, pero que señala con furia y con exclamaciones atronadoras contra lo que él alega saber es la fornicación pecaminosa que practican sus feligreses, es típica de esa ausencia de un verdadero sentido de inmortalidad. O compara el comportamiento de esos ciudadanos de Ohio que, como los hipócritas que fueron, ni pestañearon de vergüenza cuando votaron a favor de continuar con las políticas económicas y afines de salud que son la causa del gran aumento de la mortandad de nuestros conciudadanos y otros. ¿Cómo podrían semejantes predicadores de una supuesta moralidad tal guiar a nadie a la inmortalidad, cuando por sus acciones sabemos que en realidad ellos mismos no creen en ella?

En suma, la esencia de la moralidad cristiana en semejantes cuestiones la representa de la forma más eficaz el famoso Corintios I:13 del apóstol Pablo, donde el principio que el Sócrates de Platón conocía como ágape (es decir, el amor o la caridad) está en agudo contraste con el comportamiento de aquellos de entre nuestros ciudadanos que recién acaban de darle su voto a la perpetración de crímenes de lesa humanidad y, de forma implícita, de crímenes contra el mismo Dios. El alma inmortal que sabe que es inmortal, confía en la inmortalidad, como lo hicieron Juana de Arco y el reverendo Martin Luther King y, por tanto, realiza los actos que aun tan sólo el futuro podría cosechar, porque él o ella tiene la certeza de ese futuro. En cambio, a estos hipócritas, quienes con frecuencia se precian de ser sinceros y patriotas, como el gallón de corral en el púlpito, les importa un comino ese preámbulo contrario a Locke de nuestra Constitución federal, que ubica a la soberanía, al bienestar general y a la posteridad por sobre cualquier otra ley que nuestra república pudiera tolerar.

Los radicalmente uniformes engendros del gnosticismo satánico, tales como la prédica del abuelo del traidor Aaron Burr, el tronante Jonathan Edwards, son el modelo de referencia a considerar al sopesar la moralidad de esos hipócritas moralistas estadounidenses, que toleran las enseñanzas de Locke (de la esclavitud humana en tanto propiedad), de Mandeville (de que el bien común deriva de la corrupción privada, como la de Enron), de François Quesnay (para cuya religión las personas empleadas en la propiedad eran mero ganado humano), y del plagiario y aborrecedor de los Estados Unidos de América, Adam Smith, quien copió los dogmas de Locke, Mandeville, Quesnay y del peor de todos, Jeremías Bentham, como ese dogma inmoral del "libre cambio", que ha destruido y arruinado la economía de los EU y la de muchas otras partes del mundo en el transcurso de las más de tres décadas recientes.

De hecho, estos pobres creyentes de tales basuras gnósticas como el "libre cambio" no son cristianos en realidad. No creen que los seres humanos tengan almas de verdad. No creen ser responsables de las consecuencias de haber vivido de un modo que tiene que haber avergonzado a sus antepasados, y que asqueará a sus descendientes. Se enorgullecen suponiendo que no son los "guardas de su hermano"; pero, como la vaca a la que todavía no arrean al matadero, pecan de simples al suponerse de forma apasionada hombres y mujeres, y también astutos en la percepción de su propio interés sensual inmediato.

De modo que, en estos tiempos tenemos a muchos estadounidenses que presentan una indiferencia estudiada a la suerte de futuro que le legan aun a sus propios hijos jóvenes adultos. Su conducta indica que no desean nada tanto como vivir, ellos mismos, en un reino fantástico de "nichos de comodidad" ideológica en el que puedan pasar por alto las consecuencias que dejarán tras de sí al momento de morir. Así, la manía de los juegos de apuestas hoy cunde entre varias generaciones de estadounidenses desmoralizados. No tienen ningún sentido de inmortalidad personal; por consiguiente, ¿por qué habrían de esperar alguna? Por tanto, ¿cómo podrían ser cristianos? ¿Por qué habría de sorprendernos, entonces, verlos comportarse —en las casillas de votación o de otro modo— como hipócritas inmundos?

Recuerdo los 1920 de mi niñez. Recuerdo la esperanza que venía de la mengua de los fervores religiosos de los "Elmer Gantry" de entonces, que eran hipocresías repugnantes nada diferentes a las que los Falwell y otros aun peores propagan hoy. Recuerdo que, con las realidades económicas del período de 1929–1933, la devoción religiosa predominante que se rendía a la retórica de Coolidge y Hoover cayó aplastada por el simple hecho de chocar duro con la realidad. Yo no creo que la teología mejorara mucho en los EUA de los 1930, pero al menos la locura religiosa amainó de forma considerable ante las frías realidades de la Gran Depresión y el ardor de la recuperación de nuestra nación encabezada por Roosevelt. Por desgracia, no hubo un presidente Franklin Roosevelt en Alemania, y vimos los giros que dieron ahí tales variedades gnósticas de fervor religioso con Hitler.

Hoy no estamos reviviendo la historia, sino que encaramos el embate de los desafíos que debieran servirnos de advertencia para no repetir la suerte de errores que, una y otra vez, han llevado a naciones como la nuestra a sufrir períodos de ruina, como los experimentados por generaciones previas.

En suma: hay una diferencia fundamental entre el cristiano que sabe, por ejemplo, lo que significa el concepto de inmortalidad para guiar la conducta propia y la de la nación, y aquellos, como los llamados "moralistas" de Ohio y otras partes, cuya idea de moralidad es la de "seguir la corriente para no buscarme problemas", dentro de los límites mortales de lo que aceptan en su práctica como un reino gnóstico regido por Satanás.

El cardenal Van Thuan me dio su bendición personal pocas horas antes de fallecer. Su última obra, entregada como la signora Gorini nos informa aquí, afirma el sentido de mi propia inmortalidad, vista a sus ojos, como yo a mi vez vi la suya al tiempo que me daba su bendición. Nosotros los que sentimos la realidad de la inmortalidad tenemos el coraje de actuar para bien, una clase de coraje ausente entre aquellos que aún están por alcanzar esta norma de moralidad. ¿Cuántos de mis lectores pueden decir lo mismo de su persona? ¿No es ésa una llave para abordar la verdadera crisis moral de los EUA hoy? Los fragmentos de la obra que dio a conocer el cardenal Martino, de los que tengo noticia, expresan esa intención para los que recibirán el mensaje; a ese respecto, también es, además de su virtud principal, una obra ecuménica que merece el estudio de todos, sea cual sea la profesión o fe nominal que profesen. Sin embargo, para de veras entenderla, tienes que encontrar en ti mismo un sentido de verdadera inmortalidad.

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