Internacional

Resumen electrónico de EIR, Vol.XXV, núm. 1
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Reportaje especial

Una radiografía

Picándoles la cresta a los sesentiocheros

por Lyndon H. LaRouche

6 de enero de 2008

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Intereses financieros internacionales poderosos pintan hoy al alcalde de la Ciudad de Nueva York, Michael Bloomberg (izq.), como un candidato presidencial “sobre un corcel blanco, que está por encima de los partidos”. Los historiadores lo describirían, temblando, como el Mussolini estadounidense. (Foto de Bloomberg: contramaestre de tercera clase Kyle McCloud/Armada de EU).

A cualquier observador bien informado ya se le ha advertido debidamente que la intención de intereses financieros internacionales muy poderosos es que se elija a un hombre montado sobre un corcel blanco, al alcalde de la Ciudad de Nueva York Michael Bloomberg, para que la campaña presidencial estadounidense de 2008 devenga en lo que los historiadores describirán, temblando, como la dictadura del Mussolini americano (o tal vez como algo peor) de enero de 2009.

Los parásitos financieros superacaudalados que en gran medida controlan las campañas, pretenden manipular a los candidatos —tales como el pelele desechable de Chicago, Barack Obama— unos contra otros, con la intención de asegurar que, para principios de marzo de 2008, los manipuladores financieros hayan embrollado el potencial electoral de los candidatos ahora punteros lo suficiente como para abrirle paso a la llegada de un tirano montado sobre un multimillonario “corcel financiero personal blanco”.

Para entender cómo semejante amenaza de pesadilla podría cernerse sobre nosotros, tenemos que examinar la evolución de un movimiento que vino a conocerse como el del “68”, de una generación de corbata que se engendró en Estados Unidos de América, Europa y otros lugares pertinentes durante 1945–1958.

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La sección Dossier del periódico alemán Welt am Sonntag del domingo 6 de enero de 2008 presenta un reportaje político trivial de los acontecimientos de Berlín y otros relacionados de hace cuatro décadas. El elemento principal de este recuento del autor Richard Herzinger es importante, porque ilustra el modo habitual en que le pasa totalmente desapercibida la realidad subyacente de la intervención de los “sesentiocheros”, su letal significado estratégico mundial actual, en una reminiscencia de los nazis, para la elección venidera en EUA y para otras partes.

Yo conozco muy bien la historia verdadera. Estuve ahí, sobre el terreno, cuando lo de 1968. También estuve sobre el terreno cuando se sembró la semilla del fenómeno “sesentiochero”, al término de la guerra, en 1944–1946 y los años inmediatos. Es un tema al que le he dedicado mi vida adulta, de entonces a la fecha.

En una reunión vespertina en la que participé en la Universidad de Columbia de la Ciudad de Nueva York en junio de 1968, presenté mi reseña de las enseñanzas que dejaron dos huelgas estudiantiles multitudinarias que ocurrieron en esa universidad los meses y semanas anteriores. Poco después se publicó un sumario del informe que di en esa reunión, con el título de La nueva izquierda, control local y fascismo. En dicho informe, comparé la segunda de las huelgas en esa universidad con la forma en que los partidos comunista y nazi estuvieron intercambiando montones de miembros de aquí para allá en las semanas de la famosa huelga de los tranvías en Berlín, del período que culminó con la toma nazi de poderes dictatoriales mediante el incendio del edificio del Reichstag (el Parlamento alemán) que organizó Hermann Göring.

De principios de 1968 en adelante, lo que surgía como la mayoría claramente definida de la llamada “nueva izquierda”, tanto en EUA como en otras partes, en escencia representaba el ascenso de un movimiento fascista, como lo hubiera advertido cualquier observador cuidadoso serio con un análisis detenido de la segunda huelga estudiantil de 1968 en la Universidad de Columbia.

Sabía muy bien de lo que hablaba entonces, y hoy, cuarenta años más tarde, lo sé con mucha, mucha más claridad y a mucho mayor detalle.

El 15 y 16 de agosto de 1971 el presidente Richard M. Nixon actuó como en repetidas ocasiones yo había advertido que probablemente sucedería para más o menos esas fechas: repudió el sistema monetario de tipos de cambio fijos de Bretton Woods que se instauró a iniciativa del presidente Franklin Delano Roosevelt, la medida con la que salvó temporalmente al mundo en 1944–1945.

Como advertí de palabra y en un folleto de amplia circulación que se publicó el 31 de agosto de 1971, esta intervención del presidente Nixon abrió la puerta al avance hacia un orden mundial fascista en ciernes, a menos que se revirtiera ese cambio de orientación.

Esto no fue algo que descubrí de pronto. De 1959–61 en adelante pronostiqué, una y otra vez, que permitirle a las políticas económicas monetaristas de Arthur Burns y demás que llevaron a EU a la profunda recesión de 1957 continuar hasta fines de los 1960, acarrearía la desintegración inminente del sistema monetario de Bretton Woods. El presidente John F. Kennedy se convirtió en una amenaza de inclinación rooseveltiana a esas políticas contra las que advertí a fines de los 1950; pero su asesinato y las mentiras sobre lo del golfo de Tonkín encaminaron a la economía estadounidense, repetidamente, en el transcurso de los 1960, en la dirección en la que advertí que no debía.

La advertencia que repetí continuamente era que, a no ser que se enmendaran las medidas culpables de la recesión de 1957, para la segunda mitad de los 1960 debíamos esperar una crisis progresiva, la cual llevaría a una desintegración inminente del sistema de Bretton Woods más o menos para fines de los 1960 o principios de los 1970.

Sucedió tal como lo había pronosticado.

Cuando ocurrió la desintegración del sistema de Bretton Woods el 15 y 16 de agosto de 1971, yo era el único economista reconocido de EUA o Europa que había pronosticado la probabilidad de semejante acontecimiento.

La figura clave entre los asesores de Nixon para tomar esa medida de 1971 fue George P. Shultz. A dos semanas de que Nixon hizo lo que hizo, advertí que la consecuencia pretendida era allanarle el camino a una toma fascista de la economía estadounidense. En enero de 1972 se desplegó a Shultz para destruir lo que quedaba del sistema de Bretton Woods. La política monetaria de Nixon, como la siguieron los cambios pro fascistas que la Comisión Trilateral de Zbigniew Brzezinski introdujo en la economía nacional con el Gobierno de Carter, destruyó el cimiento de la recuperación económica que había encabezado el presidente Roosevelt, para abrirle paso así a lo que ha devenido en la nueva depresión económica mundial que estalló el 30 de julio de 2007, aproximadamente.

Entonces, en septiembre de 1971, desafié a los economistas más importantes que, entonces y ahora, no previeron esto. Semanas después, un economista keynesiano importante, el profesor Abba Lerner, un colaborador íntimo del profesor Sidney Hook de la Universidad de Nueva York, aceptó el reto. El gran debate tuvo lugar en Queens College. Lerner respondió a mi acusación de que las políticas que defendía estaban llevando al fascismo, del mismo modo general en que se llevó a Adolfo Hitler al poder en Alemania. Lerner eructó con debilidad su respuesta fatídica de que, si los socialdemócratas alemanes hubieran aceptado las directrices de Hjalmar Schacht, “¡Hitler no hubiera sido necesario!” Los congregados supieron, con ese reconocimiento de Lerner, que el debate había terminado.


El presidente estadounidense Richard Nixon (centro), por órdenes del pinochetista George Shultz (der.), le puso fin al sistema monetario de Bretton Woods el 15 y 16 de agosto de 1971, a favor de la actual dictadura global de los banqueros. (Foto: Oliver Atkins/Archivo Nacional de EU).

El profesor Sydney Hook amenazó que mi derrota de Lerner en ese debate significaba que él y sus colegas se encargarían de impedir que me presentara de nuevo en el ámbito de la política pública. Tal vez —podrías intimarle a mis críticos, aun hoy— sencillamente era mucho más listo que los economistas y políticos que estaban en desacuerdo conmigo sobre estos temas económicos y políticos entonces, y que los que siguen estándolo hoy.

1. Cómo se coció este arroz

En la actualidad, el gobernador de California Arnold Schwarzenegger marcha, casi con el “paso de ganso”, en la tradición de servicio nazi de su padre con el régimen de Hitler; esta vez bajo la tutela del mismo George Shultz que, manipulado y con el apoyo descarado de Londres, y junto con cómplices tales como Félix Rohatyn, instaló la máquina neonazi de muerte del dictador chileno Augusto Pinochet y también fue decisivo en poner a Schwarzenegger en la silla de gobernador.

Ahora este arroz ya se coció.

A pesar del cúmulo de pruebas reunidas al efecto y otras muy relacionadas, las páginas del Welt am Sonntag de Alemania del domingo 6 de enero nos recuerdan qué tan pocos han aprendido a encarar la verdad del repunte de la nueva izquierda, aun después de los 40 años que han tenido para reflexionar. Ahora muchos de esa generación y otros conocerán, quizás muy a su pesar, sus verdaderos motivos contra mis candidaturas anteriores.

Esos influyentes tanto de EUA como de Europa que, a sabiendas o no, son como Montagu Norman, ese presidente del Banco de Inglaterra de los 1920 y 1930 que usó a Hjalmar Schacht como instrumento para poner a Hitler en el poder en Alemania, me han odiado, y también temido desde 1971. La diferencia hoy es que el nombre del instrumento al que se ha elegido para imponer un régimen fascista no es, como he advertido con frecuencia, Hjalmar Schacht, sino George Shultz; y el dictador fascista que se propone no se llama Adolfo Hitler, sino, al menos por el momento, el alcalde Bloomberg de la Ciudad de Nueva York.

La negativa insistente a ver la llegada de esta amenaza desde antes de agosto de 1971, nunca fue porque quisieran pruebas abundantes. A muchos, tales como el neomaltusiano rabioso y ex vicepresidente estadounidense Al Gore, les hubiera bastado con verse en un espejo político. Que el Welt am Sonntag pasara por alto el origen y el carácter verdaderos del grueso del llamado fenómeno “sesentiochero”, es típico de la cualidad de irrealidad que la mayoría de los gobiernos y sus partidos políticos aportan hoy a la toma de decisiones y los pronósticos.

Cómo fue que comenzó, en junio de 1944

Para entender lo que pasó en realidad en la Universidad de Columbia y otras partes a mediados de 1968, remontémonos a las consecuencias que tuvo junio de 1944.

Para entender lo que pasa en estos momentos, hay que recordar que tanto a Mussolini como a Hitler los puso en el poder el Imperio Británico como dictadores ex profeso. Mussolini fue el favorito de Winston Churchill hasta aproximadamente el día que se unió a las fuerzas de Hitler en la conquista de Francia en 1940. Al rey de Inglaterra Eduardo VIII lo botaron (en realidad) por sus nexos con la causa de Hitler. El cuento del paraguas de Neville Chamberlain se exageró un poco a la hora del Pacto de Múnich de 1938 con Hitler; pero, sin la intervención del presidente Franklin Roosevelt, Gran Bretaña hubiera capitulado a un acuerdo con Hitler, como el Gobierno pro fascista de Francia lo hizo cuando los acontecimientos de mediados de 1940. Sin la intervención del presidente Roosevelt, la tiranía fascista hubiera imperado en las décadas que siguieron a 1940.

¿Dónde está, pues, el Franklin Roosevelt de hoy? ¿Quiénes son los fascistas modernos que, como el viejo socio de Pinochet, Félix Rohatyn, están desesperadamente decididos a que nada parecido a Roosevelt intervenga hoy?

Por tanto, la clave del fenómeno sesentiochero se remonta a alrededor de los 1920 y la primera mitad de los 1930, cuando los principales intereses financieros internacionales de Londres, Nueva York y centros afines en otras partes se consagraron, tanto al régimen de Mussolini en Italia desde los 20, como a poner al movimiento de Adolfo Hitler en una posición de poder dictatorial en Alemania, a raíz del incendio del Reichstag que organizó Göring en febrero de 1933. El propio apego de la oligarquía británica a la causa de Hitler continuó hasta entrados los 1930, e incluso cuando la Gran bretaña de Churchill se había aliado con el EUA de Franklin Roosevelt, hubo renuencia, aun entre los círculos del primero, a ganarle “demasiado pronto”.[1]


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Un mes después de que Nixon “desenchufó” el sistema de Bretton Woods de Roosevelt, Lyndon LaRouche (izq.) sostuvo un debate con el profesor Abba Lerner de la Universidad de Nueva York, quien reconoció que el programa de Shultz era idéntico al de Hjalmar Schacht, el ministro de Economía de Hitler. (Foto: Alan Yue/EIRNS).

De modo que la penetración estadounidense en el frente de Normandía produjo una sensación tanto de alivio como de preocupación en la oligarquía británica. Su adhesión previa al liderato del presidente Franklin Roosevelt de cuando la guerra disminuía, conforme sopesaba su temor de lo que un Gobierno de posguerra de Franklin Roosevelt significaría en tanto amenaza a la existencia continua del Imperio Británico entonces, como hoy. En esto, los oligarcas de Londres podían confiar en la simpatía de esos mismos intereses financieros con centro en Manhattan que se les habían unido antes en apoyo a Mussolini y Hitler. En la elección estadounidense de 1944 se vio un giro derechista súbito y brutal aquí, en casa, no sólo entre los republicanos, sino también entre los demócratas de los que fue típico el senador Harry S. Truman.

La clave para entender las consecuencias de este cambio de tendencia política en EU después de junio de 1944, ha de encontrarse más que nada en ciertos cambios abruptos y radicales en la política estadounidense que surgieron casi inmediatamente después de la muerte del presidente Franklin Roosevelt. Los preparativos para este cambio abrupto de política y perspectiva ya se habían hecho desde 1938 en adelante, tendencias que pusieron en marcha unos doce años antes, principalmente, las que fueron las redes de Aleister Crowley, notables por adorar a Lucifer, y que aun eran las de H.G. Wells y Bertrand Russell, todo en concierto con la sección de guerra psicológica de la inteligencia británica que dirigía el doctor y general de brigada John Rawlings Rees.

En cierto sentido, la monarquía británica ha encarnado la monarquía real que su pompa pretende mostrar; pero, en uno más profundo, su poder, desde tiempos de Jorge I y, más, desde febrero de 1763, ha sido el de un instrumento de poder superior. Ese poder superior lo ha representado el verdadero Imperio Británico desnudo, la tradición “liberal angloholandesa” de la facción financiera de la Nueva Venecia de Paolo Sarpi.

Londres viene dirigiendo un imperio de este estilo neoveneciano, de manera implícita, desde que el ascenso del equipo de Guillermo de Orange se impuso con el antiguo protegido de éste, el rey Jorge I. Vengan y vayan reyes, reinas o nomeolvides, el poder imperial real está en las riendas de una chusma de suyo heterónoma conocida como la oligarquía liberal angloholandesa, de la cual el agente imperial británico de facto George Shultz es un elemento notable, y el gobernador Arnold Shwarzenegger, un bufón tragicómico. Al ver al verdadero Imperio Británico moderno en esas trazas, hay cierto dejo de verdad profética en aquella obra de ficción llamada Historia de la decadencia y la caída del Imperio Romano que se le entregó al matón en jefe de la Compañía de las Indias Orientales británica, lord Shelburne.

Ese imperio financiero en la tradición de Paolo Sarpi, y el control que el mismo ejerce sobre la Oficina de Relaciones Exteriores británica desde 1782 con el matón de Shelburne, Jeremías Bentham, y no el Gobierno británico, ha sido el principal enemigo continuo de largo plazo de nuestro EU desde la Paz de París de febrero de 1763. Los agentes británicos al seno de EUA, en la tradición del agente de Bentham, Aaron Burr, o del de éste, Andrew Jackson, o de Martin van Buren y compañía, son quienes, como el tío confederado del presidente Theodore Roosevelt y fanático del Ku Klux Klan, Woodrow Wilson mismo, o los tiranos financieros George Shultz y Félix Rohatyn hoy, han representado la fuente principal de actividades traidoras entre nuestras filas políticas, de entonces a la fecha.

Regresemos ahora a los sesentiocheros.

2. La llegada de los sesentiocheros

Desde que comenzó el diálogo continuo entre el presidente Franklin Roosevelt y Winston Churchill cuando la guerra, como en el conflicto entre los simpatizantes estadounidenses de Churchill y el general Douglas MacArthur sobre la política bélica para el Pacífico, las diferencias estratégicas para ese período o el de la posguerra nunca fueron ningún secreto (sólo los wikipedófilos wellsianos podrían ser tan necios como para tratar de negar las pruebas.)

Los sesentiocheros no son una generación; son una porción de una generación biológica, en lo principal de entre los que nacieron en el intervalo inmediato de la posguerra de 1945–1958, quienes, como su representante y ex vicepresidente Al Gore, manifiestan su ralea en formas neomaltusianas de hostilidad contra el progreso físico científico en la industria, la agricultura, la infraestrucutura económica básica y la cultura artística clásica en general. En su expresión extrema, fueron la generación “vaivén”. No se convirtieron en esto de manera “natural”, “espontánea”; fueron producto de un diseño, con frecuencia reconocido como “existencialismo”, que se fundó en elementos anexos tales como la “teoría de la información” y modas de espíritu afín a las de la “generación perdida” del período posterior a la Primera Guerra Mundial, la Europa de los 1920 y 1930.


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Un mes después de que Nixon “desenchufó” el sistema de Bretton Woods de Roosevelt, Lyndon LaRouche (izq.) sostuvo un debate con el profesor Abba Lerner de la Universidad de Nueva York, quien reconoció que el programa de Shultz era idéntico al de Hjalmar Schacht, el ministro de Economía de Hitler. (Foto: Alan Yue/EIRNS).

Los parámetros de esa nueva versión sesentiochera de una “generación perdida” no son fijos. Por ejemplo, aquellos del mismo grupo etario que abandonaron su resistencia previa a un paradigma de “generación perdida”, fueron a dar a las arenas movedizas de una orientación ideológica parecida. El rasgo más significativo de estas tendencias decadentes es una propensión a abrazar modas “noemaltusianas”; por así decirlo, “se pasaron al otro bando, como lo han hecho algunos de mis ex colaboradores”.

Muy poco de esta tendencia “sesentiochera” fue mera coincidencia.

La importancia del “68” que describe brevemente Welt am Sonntag el 6 de enero, no yace en las consecuencias de la guerra de Vietnam en sí, sino, más que nada, en los cada vez más miembros de la clase social de la generación “del 68” que llegaron a la edad adulta joven entre 1964 y 1968. La instigación de este fenómeno social ha de reconocerse en los cambios de paradigma cultural que experimentaron los hogares y las comunidades excluyentes, relacionados con la cultura de “clase media de corbata”, que estudios sociológicos tales como La clase media en Norteamérica y El hombre organización describieron desde los 1950.

Para entender cómo se dio la segunda mitad de los 1960, es fundamental ponerle un acento mucho menor a las secuelas de la guerra estadounidense de los 1960 en Indochina, que a la experiencia aterradora de 1961–1963, sobre todo a la crisis de los proyectiles de 1962; la destitución amañada de Macmillan en Gran Bretaña; los reiterados intentos fascistas de asesinar al presidente francés Charles de Gaulle; la expulsión “a patadas”, bajo la dirección de Londres, del canciller alemán Konrad Adenauer; y el asesinato del presidente John F. Kennedy.

Típico de la importancia de esos acontecimientos de 1961–1964, poco después de la segunda huelga general en la Universidad de Columbia, Mark Rudd y compañía planificaron una actividad hostil contra la memoria del asesinado Robert Kennedy, misma que Tony Papert y yo intervenimos para impedir. Ese sector de los “sesentiocheros” encarnaba la verdadera cualidad fascista de odio a los “obreros” del movimiento socioideológico de aquel entonces.

En el transcurso de los 1970, esta corriente protofascista de la llamada “nueva izquierda” cobró cada vez más peso en la definición de los cambios políticos en Washington. Era el puntal “antiobrero” para disolver el sistema (pro industrial, por ejemplo) de Bretton Woods, y de las campañas de la Comisión Trilateral y para efectuar el “cambio degradado de paradigma cultural” en general.

Hoy su representante más notable es el cómplice del Príncipe de Gales, el ex vicepresidente Al Gore, famoso por lo del fraude del “calentamiento global”. Sin la clase específica de “degeneración” intelectual que se alimentó entre las filas de la clase social especial de los “sesentiocheros” de 1945–1958 tales como Al Gore, la amenaza que ahora arremete de que se imponga ahora un régimen fascista en EUA, no hubiera sido posible.

Sin la destrucción de lo que EUA siguió representando con Franklin Roosevelt, no habría sido posible lo que pasa ahora con el mundo en general. Sin embargo, es probable que los imperialistas británicos de marras y sus cómplices estadounidenses de las décadas posteriores a Roosevelt hayan previsto la trayectoria de autodestrucción que EUA cobró en este tiempo, en especial desde el asesinato del presidente John F. Kennedy. Sería imposible que el mal amenazara hoy al mundo, de no ser porque el presidente Truman y su cómplices británicos y estadounidenses procuraron defender la continuación del Imperio Británico, como todos y cada uno de ellos lo han hecho, contra la clase de “siglo estadounidense” que un presidente Roosevelt con vida hubiera concretado.


[1]. La traición británica contra la insurrección de los generales alemanes expresó esta política de Gran Bretaña para la posguerra.