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Resumen electrónico de EIR, Vol.XXII, núm. 10
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Reseña de Memoria e identidad
En defensa del cristianismo


El papa Juan Pablo II (1920–2005)

por Lyndon H. LaRouche

Memoria e identidad: Conversaciones al filo de dos milenios

Editorial Rizzoli, 2005.
2 de abril de 2005.

Hace como una hora recibí un informe sucinto avisándome que el papa Juan Pablo II había muerto. Hace unos días, luego de que empecé a escribir una reseña de la versión en inglés del libro Memoria e Identidad, la interrumpí acogido por un repentino sentimiento de tristeza porque esos bien pudieran resultar ser los últimos días de su vida mortal. Hice una pausa para darle a este Papa la última palabra, en sentido figurado.

Sin embargo, no he cambiado nada de lo que empecé a escribir, excepto para ubicarlo de forma apropiada como mi expresión personal de respeto por el duelo que yo mismo y otros sentimos por nuestra pérdida común. Aun entonces, como da fe de ello el título que ya le había dado a esta reseña, cuando todavía tenía esperanzas de que se recuperara un poco para continuar con su labor, mi reseña pretendía ser un reflejo pertinente hoy de lo que el ministerio de este Papa había significado para la continuidad del legado apostólico de la Iglesia cristiana hasta su ministerio, y después de su ahora conocido fallecimiento.

En este instante, como ya me lo temía al momento de empezar este informe, es hora de que hable con franqueza, desde la perspectiva tanto de mi conocimiento especial como de mi posición en los asuntos mundiales, de ciertas cosas que conciernen a la función de la Iglesia, cosas que por mucho tiempo han ocupado mis reflexiones más íntimas. Es un aspecto de dichas cuestiones en las que la naturaleza y utilidad de mi contribución cobra una forma tanto única como apropiada de mi aporte personal particular, en tanto figura pública, a las reflexiones que esta ocasión inmediata amerita.

En este momento, aún hay una crítica previa de ese libro que tengo que hacer aquí, incluso en esta ocasión solemne. Lo hago porque mi crítica tiene que ver con la continuidad especial del legado especial de una sucesión de los tres papas pertinentes, Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II, de los últimos cuatro, para la agitada era de las armas nucleares bajo cuya amenaza seguimos viviendo. Mi opinión, como alguien que está fuera del cuerpo formal de la Iglesia pero que tiene lazos estrechos con ella, es una tesis ecuménica en cuanto al legado viviente de la función especial continua que tiene ese Papado para toda la humanidad en la actualidad. Centro mi atención aquí en ciertos logros comunes de los ministerios de estos tres papas. Es en ese marco que indico el rasgo problemático pertinente que tiene el libro que acabo de leer para reseñarlo.

Para estar a tono con la solemnidad de esta ocasión, limito mi informe aquí a un tema principal con un carácter especial, pero pertinente, en el que mi calificación es única y de una incumbencia especial para hablar del desafío que ese Papa y sus predecesores inmediatos representan hoy.

Como verás a continuación, la crítica la hago a cierto tema del libro que he tenido en mis manos, sobre el tema de lo que da en llamarse “la Ilustración”; una perspectiva de ese carácter y actuación de la Ilustración que sé es prácticamente la de un Satanás de los tiempos modernos, y la de mayor influencia de entre todas esas fuerzas importantes agrupadas contra la intención que encarna el ministerio de Jesucristo y sus apóstoles.

Para todos los cristianos, judíos y musulmanes, de forma más notable, el rasgo axiomático del dogma de la Ilustración equivale a una negación categórica de la existencia del hombre y la mujer hechos, por igual, a imagen del Creador. La consecuencia de ese supuesto axiomático fraudulento de la Ilustración, del modo que la crearon seguidores del empirista Paolo Sarpi tales como Thomas Hobbes, René Descartes, John Locke, los círculos de Voltaire y Kant, es la negación de la existencia cognoscible de esas facultades creativas, a imagen de las del Creador, que ubican a la personalidad humana aparte y por encima de todas las bestias.

Esa cualidad distintiva del ser humano individual, es el fundamento del concepto socrático y cristiano de la inmortalidad eficiente de la personalidad cognoscitiva de la persona en lo que algunos teólogos llaman una “simultaneidad de la eternidad”. Es ese cierto sentido de inmortalidad asegurada, para bien o para mal, lo que escapa a tales desdichados trágicos como el Hamlet y la legendaria Dinamarca del Hamlet de Shakespeare. Es esta inmortalidad, que algunos llaman espiritualidad, lo que le dio la fortaleza a los mártires cristianos desde los tiempos de Nerón hasta los de Diocleciano, y lo que une a los individuos en el cuerpo del cristianismo como una fuerza cuyo propósito rebasa las fronteras de la mortalidad del cristiano individual. Es la cualidad que distingue las fantasías “fundamentalistas” “cristianas” estilo ópera bufa sobre la otra vida, de esa alma inmortal que está en una misión de bien en el dominio de la mera mortalidad.

Esto es lo que me ha dado la fortaleza que seguido he necesitado para hacer lo que he hecho en aras de lo que es correcto, y para poderlo sacar adelante sin que me amilanen el temor a la crítica, o la sensación de riesgo u otro abuso de los que, por ello, he sido objeto a menudo como precio por tener conciencia.

Sin embargo, el hecho infortunado es que sólo una diminuta fracción aun entre los que se dicen cristianos, tiene esa clase de fortaleza espiritual interna. A consecuencia de esta falta de progreso de nuestro prójimo, a ese respecto, el bienestar de la humanidad, la esperanza de un mejor desenlace de la historia presente de las naciones y de la humanidad es, en general, una tarea de aquellos pastores que representan un verdadero liderato, tal como ese héroe estadounidense, el finado reverendo Martin Luther King. El deber de personas tales consiste en brindar el conocimiento que sólo semejante sentido verdadero de inmortalidad puede dar, en forma de coraje, para hacer lo que necesita hacerse por el futuro de la humanidad.

Esto es tan pertinente para los asuntos internos de la Iglesia cristiana, como para todos los demás de la vida mortal.

A la mayoría de la gente la define su propia perspectiva y práctica mental como “gente pequeña”. Está aferrada con temor a su sentido de mortalidad, a su sentido de placer y de dolor dentro de los confines de lo que para ella es una existencia mortal efímera. Así, han huido del mundo real de la simultaneidad de la eternidad, al mundo de sombras contra cuyos engaños seductores nos advirtió el apóstol Pablo en su Corintios I:13. De modo que, para dicha gente pequeña, el reino espiritual que es, de hecho, la fuente real de poder en y sobre el universo, sólo es un “otro mundo” inefable, un mundo de fantasía al que se imaginan serán transportados al morir. Para estos pobres sujetos, es un mundo de fantasía donde criaturas despreciables como ellos imaginan que “Dios proveerá los servicios de salud y pagará la renta de su casa”. Es un mundo imaginario de pobres necios, un mundo inexistente urdido por su torturada y vana imaginación, un mundo en el que esa pequeñez patética de su fantasía entrampa sus pasiones.

Aunque quizá podamos anhelar tiempos mejores, en los que la mayoría de nuestros congéneres no sean semejantes necios tan patéticos como los de hoy, en el mundo real que está más allá de la mera percepción sensorial, el bienestar de la humanidad tiene que dirigirse a un futuro en el que dicha pequeñez de alma lamentable como la suya ya no sea la realidad imperante. En cuanto a dicha debilidad moral de la mayoría de la humanidad, requerimos de cierta calidad de liderato en la sociedad organizada. Así, al igual que el Estado nacional moderno republicano, el cristianismo también necesita cobrar la forma de un cuerpo colectivo en el que haya un liderato que tenga un sentido eficiente de inmortalidad, un sentido que baste para sacar a la humanidad de la forma más segura posible de una generación de locura a la siguiente, en la esperanza de llevarnos a todos a un lugar en el plan maestro en el que todos y cada uno de los hombres y mujeres tengan un sentido eficiente de su inmortalidad individual.

En su propio tiempo y manera, tres papas cuyo impacto yo he admirado —de los cuales Juan Pablo II es el más reciente— le hicieron frente a las terribles implicaciones de la era del armamentismo termonuclear, y lo hicieron de modos necesarios y suficientes para continuar el ministerio que les encomendaron hasta ahora. Para mí, en las últimas décadas en las que me he encontrado en el papel de estadista, éste es un hecho con el que en lo personal he topado a menudo sin mucho aviso. Me he dado cuenta que estos papas no han controlado al mundo, ni debieran hacerlo; pero sin lo que han hecho, sería más que sólo una posibilidad que la civilización no hubiera sobrevivido hasta ahora. A esa luz, la emoción que debe inundarnos al pensar en la inminente sucesión papal que tiene que continuar esa misión, es pasmosa.

El mayor peligro que encaramos ahora es la posibilidad trágica, en un sentido clásico, de que la humanidad no pudiera escoger esas alternativas de un cambio generalizado en la orientación actual, de los que depende la existencia continua de una forma civilizada de existencia humana, una condición terrible que ha de continuar por un período de tiempo aún indeterminado.

Aunque el resurgimiento del fascismo que emprendieron círculos financieros poderosos es una amenaza importante en este planeta, de nuevo la mayor fuente de amenaza contra la humanidad moderna nunca fue el fascismo como tal, ni el comunismo. Fue, y sigue siéndolo hoy, lo que con frecuencia se exalta como la influencia penetrante de esa práctica morbosa de la sofistería maligna comúnmente llamada “la Ilustración”, que es típica de la negación de gente como los seguidores del Paolo Sarpi de Venecia, de la existencia de lo que la ciencia de los pitagóricos, Platón, el Renacimiento del siglo 15, Johannes Kepler y Godofredo Leibniz conocían como lo que esos antiguos y otros reconocían como la forma específica de poder que implica la capacidad del hombre de descubrir, obedecer y desplegar principios universales eficientes del universo de un Creador vivo. Esta negación o evasión gnóstica del objeto del alma, del modo que lo expresa de manera axiomática lo que llaman “la Ilustración”, de hecho es la mayor fuente de maldad activa entre los poderes políticos y relacionados de este mundo en la actualidad.

La perversidad que representa la perspectiva de la Ilustración, a menudo cobra la forma de un seudocristianismo que, negando la creatividad del hombre, ubica el culto que rinde el hombre fuera del universo donde reina Dios, en un universo gnóstico, tal como el del Bernard Mandeville de la Sociedad Mont Pelerin y su seguidor Adam Smith, donde el vicio rige la conducta del ser humano individual.

No obstante, aunque la Iglesia católica en repetidas ocasiones ha advertido de forma correcta en contra de la Ilustración, ahora hay aquellos en los organismos religiosos y círculos relacionados cuyo temor al poder que representan las fuerzas pro imperialistas de la “guerra nuclear preventiva”, que los grupos controlados por la oligarquía financiera aliados al presidente George W. Bush y al imperialista primer ministro liberal Tony Blair expresan, es mayor que su conciencia. Las personas temerosas de estos tiempos, con su pavor a la pobreza, con su pavor a la persecución, harían que las iglesias capitularan a la autoridad en extremo temida de la maldad corruptora de una “iniciativa basada en la fe”, o a ese dogma liberal que hoy representa el espíritu pro satánico de la Ilustración. Esta doctrina de capitulación, a veces descrita —desde 1989–1992— como un “fin de la historia” utópico, ha hecho unos cobardes de los Hamlet actuales en el gobierno y en las iglesias, y en otras partes, en gran parte del mundo hoy.

La maldad no va a asegurarse una victoria de su gusto con una corrupción cobarde como esa. Tengo la pericia probada para mostrar que el actual sistema mundial, de cuyo cimiento en lo principal depende el poder de la actual maldad metalizada, está ahora condenado a una extinción más bien inmediata, de uno u otro modo. Hemos entrado a un periodo en el que dichas formas de maldad también se destruirían a sí mismas, a lo menos.

Por tanto, el problema que encaramos es: ¿cuál es la alternativa a someterse a tales temores? Los remedios prácticos existen, aun ahora cuando ya nos embiste una crisis de desintegración general de todo el sistema monetario–financiero mundial actual. Hay soluciones prácticas, de las que tengo un conocimiento excelente; pero, la cuestión es si hay la voluntad de adoptar esas alternativas.

Gran parte de los 1980 gocé de una colaboración estrecha con muchos círculos alrededor del mundo, incluso con muchos cardenales connotados y otros funcionarios de la Iglesia católica. Entonces compartíamos la esperanza de que el Gobierno soviético pudiera elegir la vía más inteligente, para evitar lo que de otro modo era ya una autodestrucción económica inminente. Esta perspectiva aquí evocada, alentada por la presentación pública del presidente Ronald Reagan de una Iniciativa de Defensa Estratégica el 23 de marzo de 1983 al Gobierno soviético, fomentó el optimismo en muchos grupos destacados de la Iglesia y otros, de que habría una transformación pacífica, en especial en el intervalo de 1982 a 1985, aunque también después. Luego, los esfuerzos de Juan Pablo II a favor de una paz entre los credos tuvo un atractivo relativo menor, pero, no obstante, crucial.

Por todas estas experiencias de mi vida y otras similares, y por lecciones comparables de la historia previa, sé que no es el miedo al mal lo que salva a la humanidad de caer en una nueva gran insensatez, sino más bien una perspectiva clara y optimista de la alternativa esperanzadora y real pertinente. El deber de los verdaderos líderes es presentar esa solución. A este respecto, los tres últimos papas a los que me referí fueron decisivos en su momento. Entonces, ¿qué debemos hacer ahora que nos los han arrebatado, uno tras otro?

Éstos, como alguna vez dijo un gran estadounidense, son tiempos que ponen a prueba el alma de los hombres. Mi sugerencia es que el primer paso sea saber que uno tiene alma. En cuanto a esto, hay un conflicto estratégico decisivo entre aquellos a los que sólo les han enseñado a desear creer que pudieran tener alma, y los que tienen un conocimiento de primera mano sobre su propia alma. Entre estos últimos encontramos a nuestros líderes capaces para tiempos de grave crisis; por desgracia, son muy pocos, e incluso de entre ellos, a pocos de los calificados se les permite llegar a puestos desde dónde ejercer su liderato necesario. Ese temido problema lo plantearon de nuevo las tristes noticias que salieron del Vaticano hoy.

Existe un poder en el universo que las facultades creativas de la mente humana individual pueden conocer. He dedicado la mayor parte de mi vida a descubrir dichas facultades, y eso al menos con el éxito suficiente para probarlo. Es así como aquellos que tienen el coraje de reconocer ese poder y emplear su conocimiento, expresan la continuidad de las instituciones valiosas en las que moran los hombres y mujeres mortales. El convertirse en semejante persona en la sociedad, es la naturaleza de lo que Leibniz identificó como la “búsqueda de la felicidad”, el principio sobre el cual se fundó la república estadounidense. Cuando mueren los hombres y mujeres dedicados a la obra de dicho liderato, los que les sobreviven los lloran. Ese duelo por tales hombres y mujeres grandes de las instituciones puede ser, en sí mismo, un acto creativo de aquellos que quedan para llorarlos; que así sea ahora.