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Resumen electrónico de EIR, Vol.XXIII, nums. 14-15

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La alianza Juárez-Lincoln

por David Ramonet y Rubén Cota Meza

No hay más arbitrio, por lo visto, que seguir la lucha con lo que tenemos, con lo que podamos y hasta donde podamos.
—Benito Juárez, abril de 1865.

Cuando Benito Juárez tomó protesta como Presidente de México en julio de 1861, todavía quedaban los restos desbandados del ejército de la reacción ultramontana que, con la consigna de “religión y fueros”, había emprendido la guerra contra la Constitución federal de 1857. Pocos meses después, cuando el Presidente anunció que su gobierno suspendería los pagos a la deuda externa, principalmente a financieros ingleses, franceses y españoles, a fin de reorganizar las finanzas e iniciar la reconstrucción del país luego de cuatro décadas de guerras intermitentes, los representantes de la reacción ultramontana ya estaban en Europa ofreciéndole la“corona de México” a Maximiliano de Habsburgo.

Al año siguiente llegaron a México las armadas de Francia, Inglaterra y España a ejecutar el cobro de las deudas. La Armada francesa también traía la misión de derrocar el gobierno constitucional y preparar la llegada de Maximiliano. Napoleón III le ofreció a Maximiliano el financiamiento de la aventura, con la promesa de recibir las minas de Sonora y Baja California como pago por el servicio, entre otras cosas.

El 5 de mayo de 1862 el Ejército imperial francés al mando del general Laurencez y sus aliados criollos ultramontanos emprendieron la primera embestida contra el Gobierno de Juárez y fueron derrotados en la ciudad de Puebla.

Un año después, con mayores refuerzos y nuevo comandante, el general Forey tomó la ciudad de Puebla tras un sitio que duró dos meses. El 31 de mayo de 1863, con el ejército imperial a las puertas de la capital, el presidente Juárez encabezó la ceremonia para cerrar las sesiones del Congreso nacional, luego se dirigió al Palacio Nacional, donde esperó que se bajara la bandera nacional del asta del Zócalo, el cual estaba colmado de gente que esperaba para despedir al Presidente. Después de recibir la bandera y entonar el himno nacional acompañado de la multitud, gritó, “¡Viva México!”, y emprendió su recorrido por el país en su carruaje negro, en salvaguarda de la república.

El 7 de junio de 1863 entró la vanguardia de las fuerzas imperiales, y el 10 entró el ejército al mando de Forey y sus aliados ultramontanos, que recompusieron sus ejércitos desbandados. Los franceses establecieron una regencia para gobernar el país en espera del “Emperador”, integrada por los generales Juan Almonte y Mariano Salas, y el arzobispo Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos. Se estableció una Asamblea de Notables, de 215 engreídos que se las daban de aristócratas, quienes proclamarían el “Imperio Mexicano”.

Don Benito Juárez, el Benemérito de las Américas.

Juárez instaló su gobierno en San Luis Potosí y, a pesar de las circunstancias, sus adversarios políticos lo seguían criticando por cualquier minucia administrativa. En medio de esto se dio a la tarea de integrar los ejércitos republicanos, que fueron cayendo ante la superioridad técnica de las fuerzas de ocupación. A fin de año abandonó la ciudad y se traslado a Saltillo, Coahuila, donde llegó el 9 de enero de 1864.

Los reveses militares eran desoladores, y algunos liberales, como su ex ministro Manuel Doblado y el general González Ortega, gobernador de Zacatecas, lo presionaban para que abandonara la presidencia y se la cediera a alguien “más razonable”, que se pudiera entender con el ejército de ocupación. Juárez les respondió siempre de manera tajante que no tenía la menor intención de abandonar la pelea, y mucho menos dejarle la conducción del país a unos pusilánimes que preferían creer que se puede negociar con la globalización y hasta sacarle “ventajas comparativas”.

De Saltillo, Juárez se mudó a Monterrey, Nuevo León, pero se topó con la resistencia del gobernador Santiago Vidaurri, a quien tuvo que obligar por la fuerza a recibirlo; a la postre, Vidaurri se pasó al bando imperial y terminó frente al paredón de fusilamiento. En abril de 1864 Juárez se instaló en Monterrey.

Mientras tanto, en Europa, los Notables terminaban de ofrecerle a Maximiliano lo que no tenían. Maximiliano de Habsburgo y su esposa Carlota Amalia llegaron a Veracruz el 28 de mayo de 1864, y poco después comenzaron a integrar su “corte imperial mexicana”.

En realidad Maximiliano nunca pudo integrar un verdadero gobierno. Intentó granjearse el apoyo de los liberales “moderados”, y algunos se dejaron seducir. Pero eso le costó al Emperador el repudio de los conservadores, que lo único que querían era preservar el régimen colonial, el cual, aunque resquebrajado desde hacía 40 años, lo conservaban todavía intacto en el sistema de peonaje.

El presidente estadounidense Abraham Lincoln, un gigante moral e intelectual, y aliado decisivo de Juárez. (Foto: Biblioteca del Congreso de EU).

Lyndon LaRouche escribió su famoso documento Operación Juárez en 1982, inspirado precisamente en este ilustre presidente mexicano.

 

De Monterrey, Juárez regresó a Saltillo a mediados de 1864, y de ahí pasó más al norte, hacia Durango, siempre con las fuerzas imperiales pisándole los talones y algunos de sus cansados colaboradores pidiendo tregua. En septiembre salió hacia Chihuahua, adonde llegó en octubre.

El ejército imperial desbarató los ejércitos republicanos, y éstos recurrieron a la guerra de guerrillas con los chinacos, que de noche atacaban a las fuerzas imperiales y de día realizaban sus labores cotidianas. Las fuerzas imperiales podían tomar las ciudades, pero no conservarlas, y en cuanto las abandonaban, los chinacos las recuperaban. De hecho, el ejército imperial podía poseer sólo el suelo que pisaba.

Al tiempo que Juárez se instalaba en Chihuahua, los asesores de Maximiliano tramaron un decreto con el supuesto de que el 20 de noviembre de 1865 terminaba el período presidencial de Juárez y, por ende, “la razón política” de los alzados en armas. Eso tenía a Juárez sin cuidado. Pero, no obstante, de entre sus propias filas volvieron el vicepresidente González Ortega, ahora con el apoyo de “amigos” como Guillermo Prieto, a insistirle que dejara el gobierno.

El presidente Juárez tomó medidas más firmes. Emitió dos decretos: uno para prolongar el período presidencial hasta que fuera posible realizar elecciones, y otro para mandar arrestar a González Ortega en caso de regresar de Estados Unidos, adonde había ido a “recuperar su salud”.

Sin embargo, para abril de 1865 ya era patente el triunfo de las fuerzas de Abraham Lincoln sobre la Confederación esclavista en EU, en la cual basaban sus esperanzas los ultramontanos de México y el emperador francés Napoleón III. Desde el principio de su gobierno, Matías Romero se encontraba en Washington como representante del Gobierno de Juárez, y desde ahí fungió como el intermediario permanente entre Juárez y Lincoln.

En esos momentos, Juárez le escribió a su familia lo siguiente, que transcribe Ralph Roeder en su libro Juárez y su México:

“Yo celebro y aplaudo la inflexibilidad de Mr. Lincoln pues más provechoso será su triunfo, aunque sea tarde, que una paz pronta con el sacrificio de la humanidad; al cabo que, como decía mi inolvidable Pepe, nosotros con nuestra tenaz resistencia y con el tiempo aburriremos a los franceses y los obligaremos a abandonar su inicua empresa de subyugarnos, sin necesidad de auxilio extraño, y ésta es la mayor gloria que deseo para mi patria. Con que el Norte destruya la esclavitud y no reconozca el imperio de Maximiliano, nos basta. . . Tal vez de la explícita declaración que ha hecho de no reconocer a Maximiliano, Napoleón esté meditando otro sesgo a su política interventora en México; pero aun cuando no piense en esto, la actitud que ha tomado el Norte con aquella declaración y con sus triunfos, va a difundir, si no es que ha difundido ya, grande desaliento entre los invasores y traidores de México, porque naturalmente deben considerar que aun cuando lograse someter a toda la República, lo que es muy difícil, si no imposible, poco o nada habrían aventajado, teniendo al frente a un coloso que por sus grandes elementos y por los principios de libertad que sostiene, no le faltará motivo para tomar parte en la defensa de los oprimidos, haciendo desaparecer de un soplo a invasores y traidores. Esto lo conocen bien el enemigo y la generalidad de la República, y esto le mata el entusiasmo con que obrara en los primeros años de la intervención, por lo que juzgo que ya toca el término de su decadencia y comienza la época de la reacción de los pueblos contra sus opresores”.

Sin embargo, dice Roeder, para violentar la solución, Juárez estaba dispuesto a aceptar el auxilio material del vecino, conforme a sus propias condiciones:

“Si esa República llega a terminar pronto su guerra civil y ese gobierno, como amigo y no como amo, quisiera prestarnos un auxilio de fuerza, o de dinero, sin exigirnos condiciones humillantes, sin sacrificio de una pulgada de nuestro territorio, sin mengua de la dignidad nacional, nosotros lo aceptaríamos, y en ese sentido se le han dado instrucciones reservadas a nuestro ministro. En cuanto a otro auxilio que no sea del gobierno, lo juzgo sumamente difícil por nuestra falta de recursos, porque tengo la convicción, nacida de la experiencia, de que una fuerza colectiva y extraña, no acostumbrada a la miseria a que están sujetos nuestros soldados, necesita estar bien pagada y atendida para que pueda ser útil; de lo contrario, se convertiría en una plaga por su insubordinación y sus errores, en cuyo caso sería peor el remedio que la enfermedad. Por eso, a las personas que han solicitado autorización para traer voluntarios de esa República para la defensa nacional, se les ha puesto la condición de que consigan recursos para el mantenimiento de aquellos; pero, como he dicho antes, es sumamente difícil conseguir esos recursos y la gente. No hay más arbitrio, por lo visto, que seguir la lucha con lo que tenemos, con lo que podamos y hasta donde podamos. Esto es nuestro deber: el tiempo y la constancia nos ayudarán. Adelante, y no hay que desmayar”.

A fines de 1865 Juárez se trasladó a Paso del Norte (hoy Ciudad Juárez), donde permaneció hasta mediados de 1866. En el ínterin, Napoleón III había recibido las advertencias del Gobierno de Lincoln y decidió que sus tropas retornaran antes de lo que le había prometido a Maximiliano. A medida que las tropas imperiales se retiraban, comenzó entonces la recuperación del territorio por parte de las fuerzas republicanas, que fueron arrollando a los restos del ejército ultramontano. El 10 de junio Juárez regresó a Chihuahua, y poco después EU reconoció plenamente al gobierno republicano y envió un ministro embajador. A principios de 1867 salieron todas las tropas extranjeras de México, y sólo quedaron las de los traidores Miguel Miramón, Leonardo Márquez y Tomás Mejía, con el respaldo de una clase patronal con ínfulas de aristócrata y de la jerarquía de la Iglesia católica, a quienes los dueños del Partido Acción nacional (PAN) sin ningún escrúpulo ponderan como héroes hoy en día.

Entre tanto, Juárez hacía el recorrido de regreso a la capital. En febrero de 1867 ya estaba en San Luis Potosí. Maximiliano se atrincheró con sus generales en Querétaro, donde resistieron hasta el 15 de mayo. El 24 fueron procesados Maximiliano y sus seguidores Miramón y Mejía. El 15 de junio fueron condenados a muerte. A las 7 de la mañana del 19 de junio de 1867 fueron fusilados en el Cerro de las Campanas.