Economía






Resumen electrónico de EIR, Vol.XXIII, núm. 20

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Economía

 

Una cierta condición de nuestra economía

‘¡Levántate, Lázaro!’

por Lyndon H. LaRouche

3 de octubre de 2006.

Hasta el último informe, el sistema monetario–financiero mundial actual de tipos de cambio flotantes, aunque vacilante, sigue caminando; pero, al mismo tiempo que los empresarios japoneses se recargan unos contra otros, como los borrachos, para mantenerse en pie, el famoso acarreo de fondos japonés ha entrado a una fase terminal de su existencia. El alba encontrará a estos borrachos tirados en las calles, sin que hayan llegado en realidad a casa.

El actual sistema financiero mundial está, en términos funcionales, en una condición de morbidez irremediable. No hay forma posible en que el sistema monetario–financiero mundial actual pueda seguir existiendo por mucho tiempo en su tambaleante condición actual de beodo decadente irredento. El actual sistema monetario mundial está prácticamente muerto.

No hay manera de que pueda resucitarse a este sistema mediante alguna suerte de reorganización financiera convencional. Sólo puede remplazársele con un nuevo sistema mundial, pero no meramente el sistema de una sola nación o incluso de cierto grupo de algunas de las naciones del mundo. Tiene que remplazársele del todo, y pronto, conforme a un nuevo conjunto de reglas, por un nuevo sistema mundial de Estados nacionales perfectamente soberanos, todos y cada uno fundado en el principio del Estado nacional soberano.

La reforma necesaria tendrá un parecido hereditario con las reformas que se hicieron con el presidente Franklin Roosevelt. Sólo si se cumplen esas condiciones, con esa clase de reformas oportunas, implacables y cabales, podría evitarse la desintegración ahora en marcha de la economía física del planeta.

En la historia de cómo surgió este descabellado sistema monetario–financiero mundial irremediablemente quebrado, son dos los puntos de inflexión que más sobresalen.

El primero de ellos ocurrió, en dos fases sucesivas, en el intervalo de 1971–1981. Las dos fases de 1971–1981 fueron, primero, el desplome arbitrario decisivo de 1971–1972, que se llevó a cabo con el presidente Nixon, del sistema monetario de Bretton Woods de tipos de cambio fijos sobre la base de reservas en oro. La segunda fase de esta primera parte fue la catastrófica desregulación general del sistema económico proteccionista, una desregulación que fraguó la Comisión Trilateral, con Zbigniew Brzezinski en su función de asesor de seguridad nacional de 1977 a 1981.

La segunda parte de este proceso de autodestrucción de la economía estadounidense la emprendió el entonces presidente entrante de la Junta de la Reserva Federal, Alan Greenspan, en la secuela inmediata del crac estilo 1929 de la bolsa de valores de Nueva York en octubre de 1987. Greenspan convirtió lo que hubiera sido una depresión al estilo de la de 1929, en una ola de demencia colectiva global que se hizo eco del estallido de la “Nueva Era de Tinieblas” del siglo 14 en Europa.

El papel decisivo que tuvo Greenspan en iniciar la clase de “iniciativas religiosas” que reciben nombres tales como “derivados financieros”, ha empujado a una economía mundial basada en la negociabilidad del dólar estadounidense a un grado de hiperinflación en los valores hipotecarios que rebasa toda posibilidad de reorganización financiera del sistema vigente, hasta en sus modalidades más drásticas. Así, Greenspan y sus confederados han convertido una depresión cíclica en una crisis de desintegración mundial general. Greenspan sembró la semilla de lo que ha devenido en la presente amenaza de un desplome en cadena muy prematuro de todo nuestro planeta, un desplome, de hecho, hacia una inminente nueva Era de Tinieblas planetaria moderna.

Sólo la introducción de un nuevo sistema mundial permitiría organizar con éxito una recuperación general duradera de la economía física, de la catástrofe que ahora la embiste. En alguna parte, como a la distancia, escucho de nuevo la voz sugestiva del viejo comentarista de noticias Gabriel Heatter, con su letanía: “¡Buenas noticias en el viejo mundo hoy!”

“El dinero no tiene valor intrínseco; el proceso monetario no tiene valor intrínseco”, indica LaRouche. “No hay tal ley del valor, excepto como un objeto de adoración superticiosa en el templo pagano de la codicia”. Ganador del “premio gordo” de la lotería del estado de Illinois: un millón de dólares. (Foto: PRNewsFoto).

Primero la enfermedad y después la cura

Hasta que Johannes Kepler descubrió el principio universal de la gravitación, la mayoría de la gente dependía de supersticiones absurdas para tratar de explicarse cómo y por qué caían las cosas, incluso los mercados financieros. Cuando te quitas los zapatos, ¿por qué no vuelan hasta el techo o no simplemente se quedan flotando en vez de caer al suelo? Así, la mayoría de los creyentes fieles de lo arcano de la secta de la brujería económica liberal angloholandesa hoy imperante, tienden a pensar que el sistema monetario–financiero mundial actual nunca se desplomará si bastantes de nosotros creemos, con la fuerza suficiente, que nunca podría suceder.

Como diría el viejo y sabio doctor de cabecerá: “Puede que tu problema tenga cura, pero primero tenemos que conocer la enfermedad”.

Mira al típico estadounidense deplorablemente supersticioso de nuestros días, que padece la enfermedad mental epidémica cuyo síntoma común es: “¡Creo en el sistema de libre cambio!” Ésa es su enfermedad.

Lo curioso es que muchos de los que promueven esa enfermedad se llaman a sí mismos “cristianos”. Ahora bien, uno podría pensar que semejantes tipos, como los que con frecuencia se identifican como miembros republicanos en la Cámara de Representantes de EU, hubieran aceptado los famosos versículos 26–31 del primer capítulo del Génesis, versículos que en la versión de la Biblia del rey Jacobo rezan: “Dios creó al hombre a su imagen. . .” Entonces, ¿por qué los ricos lascivamente usureros tratan al 80% de nuestra población de menores ingresos como animales, más que como criaturas hechas a semejanza del Creador? ¿Por qué toleramos una condición de opresión contra el 80% y más de nuestra población dentro del propio EU, cuando los mejores hombres de Inglaterra se rebelaron a fines del siglo 14 para escribir y repetir: “Cuando Adán cavaba y Eva hilaba, quién era entonces caballero”? ¿Por qué nosotros, en nuestra república federal, con su Declaración de Independencia y los principios rectores del Derecho constitucional de la Constitución federal, su preámbulo, toleramos entre nosotros la tiranía de nuestras imitaciones nativas de esa clase despreciable de alimañas tiránicas de las que escapamos cuando pensamos que habíamos dejado atrás la peste conocida como la aristocracia y los usureros de la “vieja Europa”?

En cuanto a esto, nuestra nación perdió su honor más o menos por la época de las revueltas que se propagaron desde las universidades de la clase alta, por 1968. El estrato político superior de la generación del 68 proclamaba, como cuestión de convicción apasionada, la ideología de un aborrecimiento expreso por la creatividad de la ciencia física, la tecnología progresista de la industria y la agricultura, las mejoras en la infraestructura económica básica de la producción, y la vida familiar comunitaria. Comprar y vender, comprarse y venderse unos a otros su propiedad, y comprar y vender la existencia de tu propio vecino, devino en la nueva ideología que hizo posible la destrucción deliberada de la economía más grande que jamás haya existido, la nuestra, a favor de restaurar la crueldad inmisericorde de una sociedad cada vez más decadente en lo físico y lo moral, cuya característica consistía en remplazar la producción que impulsaba la ciencia con la compraventa de personas y su propiedad.

Como han demostrado los logros netos de la civilización europea moderna que surgió del Renacimiento del siglo 15, los avances netos más grandes en términos de los beneficios extendidos al orbe en la sociedad europea moderna han sido el mejoramiento de la productividad, la libertad y el nivel de vida de los pueblos, incluyendo los grandes saltos en la esperanza de vida que se han logrado, aunque a veces con renuencia, en los últimos casi siete siglos.

El presidente de la Reserva Federal estadounidense Ben Bernanke heredó de su predecesor, Alan “Burbujas” Greenspan, la política del “muro de dinero” que ha arrojado a la economía mundial hacia la hiperinflación.

Estos logros netos son típicos del florecimiento cultural clásico que desencadenaron el Renacimiento clásico europeo del siglo 15 y la fuerza creativa del descubrimiento y empleo experimental moderno de principios físicos universales, como los que representan los fértiles beneficios de los grandes descubrimientos de Johannes Kepler, y de aquellos de entre sus seguidores tales como Fermat, Leibniz, Gauss y Riemann, y de los grandes seguidores del legado de Kepler y Riemann, tales como Albert Einstein y el académico V.I. Vernadsky.

Todos estos logros, como el progreso previo parecido desde tiempos tan remotos como la existencia de la especie humana que se conoce hoy, han de considerarse como la afirmación de los versículos 26–31 del Génesis 1. El hombre, hecho a imagen del Creador, expresa una verdadera humanidad mediante esos descubrimientos en la ciencia física y las modalidades clásicas de la creatividad artística, tales como los de Leonardo, Rafael Sanzio y J.S. Bach, que expresan al hombre y la mujer, y a su sociedad, como una especie hecha a semejanza de la práctica del Creador.

La economía verdadera no existe en tanto compraventa de personas y su propiedad al modo del casino de apuestas en el que se ha convertido nuestra nación durante la era de Greenspan y sus precursores de la tradición liberal angloholandesa del parasitismo social. La economía es en esencia una manifestación de los beneficios del impulso creativo que se expresa como progreso científico, tecnológico y artístico clásico. Es a través de estas mejoras creativas que aumenta la riqueza natural y el desarrollo social artístico clásico del planeta y el sistema solar. Es mediante la creatividad definida en estos términos, y de ninguna otra manera, que se produce el verdadero valor físico por el esfuerzo del hombre y la mujer, y de su colaboración.

No hay ningún valor intrínseco en el dinero. La ley del valor, como se la enseñó el Imperio Británico a su víctima Karl Marx, es un fraude. El dinero no tiene valor intrínseco; el proceso monetario no tiene valor intrínseco. No hay tal ley del valor, excepto como un objeto de adoración superticiosa en el templo pagano de la codicia.

Es la tarea del gobierno constitucional, y de los acuerdos pertinentes entre gobiernos, establecer esas reglas de control de precios, tributación y crédito que hacen que el circulante monetario fluya por esos canales de producción y comercio que se sabe son la forma en que se mantiene el flujo de dinero y ganancias dentro de los límites de un proceso de crecimiento que impulsa la creatividad en el valor físico del producto nacional, per cápita y por kilómetro cuadrado de área.

A últimas fechas, en especial desde las crisis de 1968 en Europa y las Américas, las economías de Europa Occidental y las Américas pasaron por un cambio profundo de dirección, del crecimiento físico neto, como se mide per cápita y por kilómetro cuadrado, y en términos del producto, la productividad física y la infraestructura esencial de una sociedad cada vez más productiva, a, de manera más categórica, un ritmo general de decadencia y desplome de las economías de Europa y las Américas que acelera.

Es el incumplimiento cada vez mayor de las normas físicas mínimas de productividad y condiciones relacionadas de la vida social, lo que ha subyacido en la ironía a la que he bautizado como mi representación de la “triple curva” de la decadencia de la civilización europea extendida al orbe después de 1971 (ver gráfica 1). La acumulación de utilidades nominales la ha generado un colapso global en aceleración de las condiciones de vida necesarias para mantener el nivel y el ritmo presentes de crecimiento de la población actual del planeta. Así que la ganancia del sistema liberal angloholandés, el cual domina hoy al mundo, es todo un fraude gigantesco, un fraude que está matando a la civilización entera.

De nuevo Franklin Roosevelt

El presidente Franklin Roosevelt no era ningún mago; era sencillamente un verdadero patriota estadounidense, un seguidor y conocedor dedicado de los fundadores de nuestra república estadounidense. Sus innovaciones políticas eran necesarias —de otro modo, Hitler y sus herederos regirían hoy al mundo entero—, y, sin embargo, al mismo tiempo eran medidas prácticas indispensables para cumplir con los imperativos constitucionales inherentes a los fundamentos y el desarrollo de esa alternativa única al principal adversario parasítico de nuestra república en toda la historia moderna desde febrero de 1763, la forma imperial del sistema liberal angloholandés.

Las medidas que él tomó resultaron en un aumento neto, per cápita y por kilómetro cuadrado, de la riqueza física y el bienestar de nuestra propia población, así como de los de otras naciones a las que ayudamos durante la gran guerra de 1939–1945 y en tiempos posteriores, hasta los cambios para mal de 1968–1981 y después.

Ahora hemos alcanzado un estado de crisis planetaria de cuyas garras no podremos escapar sin dar ciertos saltos cualitativos que aumenten en los próximos 50 años, con un impulso científico, las facultades productivas del trabajo en todo el planeta. De no acabar con la tiranía de intentonas tales como la forma de imperialismo brutal conocida como “globalización”, y sin el motor científico de un programa de cooperación en un sistema de tipos de cambio fijos, de monedas, crédito y comercio, este planeta se hundirá ahora en una nueva Era de Tinieblas cuyo fondo rebasa con mucho los cálculos razonables actuales sobre los efectos físicos de semejante calamidad en el tamaño y la condición de la población, y el planeta que ésta habita.

La buena nueva que quisiéramos poder darle a Gabriel Heatter, es que este planeta probablemente sobreviva porque estamos obligados a introducir buenos cambios políticos necesarios, por la simple razón de que, con la práctica continua de las tendencias recientes, todos nosotros y nuestros descendientes aterrizaríamos, por generaciones aún por venir, en cierta suerte de infierno.