Escritos y discursos de Lyndon LaRouche

Memorando sobre el ‘síndrome de Pericles’
El caso de la locura colectiva del Vicepresidente

1. El defecto sistémico de la psicología moderna
2. El caso de Pericles: la evolución dinámica de las culturas
3. Ciencia, amor, cultura y la mente individual
4. La amenaza contra la Constitución de los EU

2. El caso de Pericles:
la evolución dinámica de las culturas

por Lyndon H. LaRouche
10 al 22 de julio de 2005.

En indiscutible que, a diferencia de nuestro actual Presidente, no puede calificarse de modo que tenga sentido a Pericles de Atenas en lo personal como demente; él fue una inteligente figura pública consumada que tuvo la desgracia histórica de ser parte integral de la cultura imperialista de la antigua Atenas de entonces, que estaba contaminada por el sofismo. Fue parte de la cultura imperante en Atenas, conformada, casi dos y medio milenios antes de Prescott, George H.W. y George W. Bush, por los cómplices en la decisión de imponerle una autoridad imperial arbitraria a sus aliados, como la que los Gobiernos angloamericanos de Margaret Thatcher y George H.W. Bush exigieron al deshacerse la alianza del Pacto de Varsovia.

La decadencia de Atenas, desde su cenit moral con Solón hasta su descenso a la ruina política con Trasímaco, con la acometida de la destructiva guerra del Peloponeso que empezó con Pericles, es una imagen que encuentra su paralelo en la insensatez que hizo presa de los EUA en la transformación que llevó, de la muerte del presidente Franklin Roosevelt, al nuevo imperialismo posterior a 1989 con la asociación entre el presidente George H.W. Bush, y los Gobiernos de la primera ministra Margaret Thatcher y el Gobierno francés —propiedad virtual del partido de la Thatcher— del aborrecedor de De Gaulle y Alemania, François Mitterrand.

La fantasía irracional del dogma del “fin de la historia” del neoconservador Francis Fukuyama expresa una demencia peor que la locura imperial ateniense, una que llevó al extremo los límites de la obscenidad histórica con la asociación lunática entre el verdadero sucesor de la Maggie Thatcher en Gran Bretaña, los tiranos bélicos de depravación infinita, el primer ministro Tony Blair y sus compinches criminales candidatos a Nerón, el binomio de Bush y Cheney.

Considera algunos casos rematados relacionados, típicos de las pruebas que han de considerarse a fin de entender la relación recíproca entre la intervención del individuo para introducir cambios en la cultura, y el modo en que tienen lugar estos cambios; no sólo el modo en que se altera la conducta de los miembros individuales de la sociedad, sino cómo esa conducta alterada de los individuos, en especial de los destacados, puede cambiar las características de la cultura. Son las implicaciones de los cambios en la cultura, no las personalidades como tales, las que han de tratarse como el interés primordial que gobierne la forma en que tenemos que interpretar nuestro derecho constitucional.

Como en el caso de Pericles, la histeria de una masa de gente a la que un torrente de decadencia moral ha capturado y hecho presa, atrapa a todos con una fuerza que raya en la psicosis colectiva, menos a los hombres y mujeres de principio con una firmeza de lo más excepcional. Vimos esto en la capitulación del Senado a los torrentes de mentiras de Dick Cheney, al autorizar la zambullida anticonstitucional del Gobierno de los EU en el pantanal ahora sin remedio que es Iraq, y que empeora con rapidez. En otras palabras, para entender el porqué del pánico del Senado en capitular a las mentiras de Cheney, tenemos que tomar en cuenta ahora, como en el caso de Pericles, cómo es que todos, menos los hombres y mujeres de carácter excepcionalmente fuerte, son víctimas con demasiada facilidad de un pánico popular que atenaza a la mayoría de una población con una fuerza como la de una psicosis colectiva. No debemos ser tan infantiles como para pasar por alto las características dinámicas de los procesos sociales, en los cuales el individuo actúa tanto como origen como consecuencia interactuante de la dinámica real del proceso histórico–cultural en su conjunto.

Como en el caso de la Atenas de Pericles, el nombre de la corrupción moral que hizo las veces de un pánico prácticamente psicótico, fue la misma enfermedad sofista que manifestó el partido democrático de Atenas que ejecutó el asesinato judicial de Sócrates. Ésta fue una sofistería similar a la que renació entre los hijos de esas familias estadounidenses de los 1950 y 1960, que fueron bombardeados por la influencia combinada de la movilización aterradora de guerra nuclear “preventiva” de fines de los 1940, y el “macartismo” y el impacto del Congreso a Favor de la Libertad Cultural (CFLC). La campaña de mentiras desaforadas del CFLC sobre la historia, y su fomento de la forma corrosiva de sofismo relacionada con su principal expresión alemana, la mentada “Escuela de Fráncfort”, eran típicas de esa indoctrinación de los hijos de la aterrada clase media y otros parecidos de los 1950 y 1960, que resultó en la proliferación de la depravación moral y cultural entre lo que da en llamarse la “generación del 68” de mediados a fines de los 1960 y 1970.

El resultado de este condicionamiento de las partes afectadas de la población general es una variante de lo que seguido he descrito como “el síndrome de la pecera”. La población afectada adopta un conjunto mixto de supuestos razonables y absurdos como elementos más o menos axiomáticos de pautas de creencia “autoevidentes”. Cualquier realidad experimentada fuera del ámbito de tales supuestos adoptados, es desatendida o rechazada de manera activa de un modo que tiende a remedar lo que reconoceríamos como fugas histéricas de la realidad, como las relacionadas con la verdadera psicosis funcional. Este conjunto de estructura de creencia excluye la existencia posible de todo lo que no encaje en los linderos de lo que el “síndrome de la pecera” permite considerar como “creíble”.

En el caso de una forma de psicosis colectiva como la sofistería, las características de las expresiones de incredulidad u otras semejantes del sofista, cobran forma en gran medida por el hecho de que las pruebas excluidas le niegan al sofista la capacidad de probar en realidad ninguna de cuantas proposiciones suyas haya excluido, en principio, la lógica del “síndrome de la pecera”. Así, el sofista halla un sustituto de la verdad en lo que asume es la opinión popular, suponiendo que su engaño lo comparten, de forma más o menos activa, otros lunáticos como él. Por ejemplo, “yo no vi eso en los medios” significa por ende, para el sofista, “nunca ocurrió”. Para el pobre sofista, la economía estadounidense que trastabilla hacia un estado físico cada vez más pobre de bancarrota nacional general, es venerada como si siguiera el camino de la riqueza siempre en aumento, aunque sólo sea porque la última tanda fraudulenta de “informes del mercado” insiste, como la propaganda electoral del presidente Herbert Hoover en 1931, que la “prosperidad está a la vuelta de la esquina”, con “un pollo en cada olla”. (Luego de 1968, la consigna comparable sería: “Pronto a todo pollo lo rellenarán de mota”).

Esa clase de síndrome que antes había llevado al derrumbe de la antigua civilización griega con la guerra del Peloponeso, como ahora el régimen actual de Bush y Cheney, al parecer ha llevado ahora a los EUA a la proliferación innecesaria de una guerra de suyo destructiva, como sucede ya en Iraq y Afganistán, donde no puede garantizarse ninguna victoria angloamericana verdadera. Ese régimen de Bush y Cheney ha tenido un papel protagónico, junto con la élite financiera dominante del imperialista liberal Blair, en llevar a todo el planeta a la ruina implícita de la embestida del desplome del sistema de hegemonía compartida angloamericana global.

La guerra no tan sustituta en Afganistán, emprendida por los auspicios del Zbigniew Brzezinski de la Comisión Trilateral, y peleada, como lo han hecho el vicepresidente George Bush y Jimmy Goldsmith de la Gran Bretaña, contra el “el lado flaco de la Unión Soviética”, ha devenido en el estado permanente de guerra irregular casi irremediable financiada por el narcotráfico, que exuda del “Estado fracasado” del consiguientemente arruinado Afganistán hacia la vecinas Asia Central y Transcaucasia, y hacia Ucrania y más allá. Esta guerra aún tiene el apoyo de las fuerzas en realidad no tan encubiertas de los EU y Gran Bretaña. Entre tanto, toda la guerra irregular angloamericana activa le saca hasta la última gota a las capacidades militares y demás de los EU, mientras que un concierto de firmas que prácticamente son dueñas de buena parte del alma del Gobierno de Bush y Cheney, como Halliburton, se chupan el Tesoro de los EU hasta el tuétano.

Así, los triunfalistas de después de 1989, como el presidente George H.W. Bush que se adjudicó el crédito por la ruptura del sistema del bloque soviético luego de que ya había ocurrido, fueron la misma pandilla que dijo que no se veía venir un acontecimiento tal como esa ruptura, aun a sólo meses de que dicho acontecimiento fuera un hecho consumado.

Ese caso de la IDE sigue teniendo una importancia central para entender la situación del mundo entero hoy.

La enseñanza de la IDE

Puedo decir lo que digo sobre George H.W. Bush y el caso de la IDE con especial autoridad, pues yo fui el autor de lo que el presidente Ronald Reagan llamó su “Iniciativa de Defensa Estratégica” (IDE), y yo fui quien le advirtió al Gobierno soviético, en una reunión en febrero de 1983, a través de las pláticas extraoficiales que realizaba en el interés del Presidente, que si éste le ofreciera al Gobierno soviético la negociación propuesta que yo le había esbozado para su consideración, y que si rechazara de plano esa oferta del Presidente, entonces el sistema soviético se derrumbaría “en unos cinco años”, en lo principal por motivos económicos. El Presidente hizo el ofrecimiento unas semanas después, y Yuri Andrópov la rechazó sin discusión. Pronto la Unión Soviética cayó, aproximadamente como había pronosticado la probabilidad de que esto ocurriría.

A partir de entonces el Gobierno soviético, la mayoría de los adversarios de la IDE entre los allegados de Reagan y la dirigencia del Partido Demócrata me aborrecieron. Me odiaron porque logré que mi propuesta estuviera tan cerca de tener éxito, que si el Gobierno soviético simplemente hubiera aceptado explorar las implicaciones de lo que había expresado y que el presidente Reagan afirmó oficialmente, esto le habría dado marcha atrás al curso desastroso que seguía la conflictiva inversión emocional de larga data, pero apasionada, que esas facciones habían hecho en el gran juego posterior a Franklin Roosevelt de la llamada “Guerra Fría”. El odio del uno contra el otro que invirtieron mis diversos adversarios cobró un valor mucho mayor para ellos que la existencia continua de la civilización. Esta oposición a la IDE desde dentro de gran parte del Gobierno mismo de Reagan, y la oposición fanática de los dirigentes del Partido Demócrata, ocurrió a pesar del amplio respaldo que había ganado a mi iniciativa, no sólo en los grupos pertinentes de los EUA, sino entre los altos círculos militares de los EUA, Francia, Alemania, Italia y otras partes.

A consecuencia del asombroso éxito que casi alcancé en mi colaboración con el círculo íntimo pertinente asociado con el presidente Reagan en este asunto, me convertí en blanco de las redes del vicepresidente George H.W. Bush en los EUA. El miedo a mi potencia demostrada, combinado con este odio, fue la única causa de la forma en que fui blanco de ataques desde fines de marzo de 1983 hasta 1989. Por ese motivo, y sólo por ese motivo, el aparato secreto de “seguridad interna” del Departamento de Justicia desvirtuó y rompió prácticamente todas las leyes, por más de una década, debatiendo qué era más provechoso: simplemente mandarme asesinar, o esperar a que un juicio fraudulento y un pronto encarcelamiento prolongado, bajo cualquier pretexto urdido, me eliminara en tanto factor significativo en nuestra vida nacional. Así que, por ese motivo, y sólo por ese motivo, por un tiempo desde fines de 1983 y hasta después de 1989 fui el blanco de los intentos de elementos de los EU por asesinarme o encarcelarme y, al mismo tiempo, de las frecuentes exigencias flagrantes, publicadas por todas partes en 1986, del Gobierno soviético del secretario general Gorbachov en ese sentido, por el mismo motivo.

Me enviaron a prisión luego de ponerme una serie de trampas judiciales en enero de 1989, poco más de seis meses antes de que cayera el sistema soviético. Así, a poco más de seis años de mi pronóstico de los “cinco años” de febrero de 1983, comenzó la desintegración del sistema soviético. También es notable que, en una conferencia que tuvo lugar en el hotel Kempinski–Bristol de Berlín el 12 de octubre de 1988, el Día de la Raza, había advertido de la amenaza inmediata de un desplome de los Estados del CAME, empezando por Polonia; esa conferencia de prensa fue difundida después, tal como la presente, en una red nacional de televisión a fines de ese mismo mes.

Entre tanto, en el propio Gobierno estadounidense, el presidente Ronald Reagan había llegado a apoyar con sinceridad, de manera muy independiente de la iniciativa que le sugerí, lo que le había propuesto que le ofreciera al Gobierno soviético. Por mucho tiempo el veterano de la Segunda Guerra Mundial Reagan se opuso con pasión y en público al sistema que él asociaba con Henry A. Kissinger, a quien había desdeñado y atacado abiertamente a este respecto. Ésa fue la coincidencia de fe y compromiso relacionado en el que estuvo basada la aceptación y el subsiguiente respaldo de la presidencia de Reagan a mi propuesta, en oposición a la locura tecnológica del ardid de “mentalista doblacucharas” de la Frontera Superior, de Daniel P. Graham de la Fundación Heritage. El Presidente, en efecto, adoptó lo que propuse, bautizándolo como la IDE, porque eso representaba un modo probado de alcanzar una meta que él tenía desde hacía mucho: el fin de la demencia satánica de un sistema de terror basado en lo que él denunció como las “armas de venganza”.

De hecho, la IDE era la única alternativa que existía con una expectativa razonable de evitar la amenaza de guerra nuclear, la cual era una amenaza militar activa hacia 1989, y también de darle marcha atrás a esas tendencias retrógradas de las economías estadounidense y europeas que el Gobierno de Nixon había desatado con la destrucción del sistema de Bretton Woods. Éste era el único medio presentado en realidad para de veras darle marcha atrás a la ruina que le acarreó a la economía interna estadounidense de 1977–1981, la función de Brzezinski como sucesor de Henry Kissinger en la coordinación de la destrucción del sistema proteccionista que fuera el secreto del éxito económico de los EU, tanto con Franklin Roosevelt como con el logro del presidente Dwight Eisenhower en evitar las peores medidas que proponían elementos del “complejo militar industrial” dentro de su propio Gobierno.

El “secreto” manifiesto de la IDE, y de mi participación única en ese proyecto, no estuvo tanto en las armas bélicas como en la clase de viejos principios estadounidenses llanos del progreso científico–tecnológico agroindustrial y del comercio justo, que en repetidas ocasiones pusieron a los EUA en una posición de liderato mundial entre las economías nacionales. Por consiguiente, el “secreto” manifiesto de la IDE en realidad no era ningún secreto, sino un hecho bien establecido de la superioridad de los aspectos hamiltonianos del Sistema Americano de economía política que la Alemania de Bismarck, el Japón de la era Mejí y otros habían copiado, con gran provecho, desde aproximadamente 1877 en adelante, sobre la base de estudios que encomiaban la superioridad demostrada del Sistema Americano de economía política posterior a la Confederación, como con Hamilton, Federico List y Henry C. Carey, sobre todos los sistemas económicos rivales del mundo.

Como lo había demostrado de modo tan brillante Luis XI de Francia, las guerras mejor ganadas son aquéllas que no se pelean porque uno cultiva y despliega su margen de ventaja para ser generoso y llevar al adversario real o potencial a cooperar, no en razón de un estímulo explícito, sino por el bien que le representa aceptar ese acuerdo. Ésa es la estrategia verdadera que los Gobiernos actuales de Bush y Cheney, y de Blair, en su devoción a la insensatez prácticamente descerebrada, han proscrito, en efecto, por cuanto se tolere su gestión: hacer superior a la nación de uno en materia de las cosas buenas de la vida y, así, ser generoso de formas que son de común provecho para todos los involucrados; proscribir a Tomás Hobbes, y aprender de la sabiduría de Mazarino y Jean–Baptiste Colbert; evitar, como Colbert aconsejaba, la necedad colosal de Luis XIV de abrazar la Fronde decadente y de suyo traicionera.

En el caso de la Unión Soviética de la era posterior a Franklin Roosevelt y Stalin, su proverbial “talón de Aquiles” fue el “oblomovismo” tecnológico virtual del hiperideologizado y burocratizado sector civil de la economía soviética durante el reinado de la tontería reduccionista del materialismo dialéctico, en contraste con los virtuales milagros científico–tecnológicos impulsados por la ciencia de las capacidades militares soviéticas. El quid de mi razonamiento, desde fines de 1977 en adelante, era que si los EUA y la Unión Soviética cosechaban su potencial conjunto para desarrollar modos científicos factibles con tasas en efecto altas de eficacia contra el éxito estratégico neto de cualquier lanzamiento balístico estratégico, un acuerdo en esa perspectiva alejaría a la economía estadounidense del precipicio del estancamiento y el desplome tecnológico, y canalizaría el sector civil de la economía soviética a derrotar al peor enemigo interno de la población soviética: la amplia proliferación del “oblomovismo” enemigo del progreso en sus sectores de producción civil e infraestructura básica. Compartir a escala mundial estas nuevas tecnologías desarrolladas de forma obligada con propósitos civiles, resultaría en una transformación revolucionaria de la condición de la sociedad mundial en direcciones congruentes con los logros del Sistema Americano de economía política.

Esta alternativa, que el hace poco finado doctor Edward Teller describió en una ocasión en 1982 como el viraje del conflicto hacia el servicio de “las metas comunes de la humanidad”, era el propósito de la IDE. El problema político especial que enfrentamos desde dentro del propio aparato soviético, fue que la dirigencia del régimen de Andrópov ya no encarnaba lo que los viejos socialistas pragmáticos hubieran considerado como objetivos humanos respecto a la paz y la tarea de mejorar las condiciones generales de vida en todo este planeta. Las semillas de la corrupción colectiva que luego expresaron esos jóvenes neoburócratas adiestrados por los británicos y patrocinados por Andrópov, que se hicieron típicos del saqueo que los multimillonarios le infligieron al sistema postsoviético, era ya una expresión de la profunda corrupción moral que motivó el rechazo incontenible de Andrópov a la propuesta generosa del presidente Reagan, una propuesta que expresaba el viejo repudio que ese Presidente sentía por el sistema de “destrucción (termonuclear) mutuamente asegurada” (MAD), que de forma apropiada el señor Reagan había asociado con pasión y a voz en cuello con la personalidad ejemplar y más bien aborrecible del depredador señor Henry A. Kissinger.

La derrota de mi esfuerzo, y el del presidente Reagan, para sacarnos a todos de la pesadilla, aseguró de manera automática un fortalecimiento soviético de las opciones militares tales como el Plan Ogarkov. En eso fue que enfoqué la atención al advertirle a mi contraparte soviética contra rechazar la propuesta de un programa relámpago de defensa estratégica contra proyectiles nucleares, advirtiéndole, en febrero de 1983, que rechazar semejante ofrecimiento del Presidente resultaría en un derrumbe del sistema soviético a manos del gasto militar “en unos cinco años”. Para entonces, el Plan Ogarkov soviético como tal estaba muerto, pero la necedad que representaba había sobrevivido. La insensatez soviética de mantener la alternativa de la Tercera Guerra Mundial en el programa, estaba en realidad más del lado de las facciones estadounidenses que se opusieron a la IDE, que del Gobierno soviético. De haber insistido en la propuesta original que presentó el presidente Reagan el 23 de marzo de 1983, hubiéramos podido ganarnos al lado soviético para la IDE.

Al abrirse la lata conocida como los planes y capacidades del régimen comunista alemán oriental, luego de 1989, nuestro lado descubrió que el plan de un ataque soviético para aplastar a Alemania en muy poco tiempo estaba prácticamente en la plataforma de lanzamiento al momento de la caída del Muro, para el período inmediato.

La estupidez de quienes no apoyaron al presidente Reagan en esto de la IDE, y la estupidez peor y la corrupción del régimen de Andrópov, están ahora, en tanto hechos, a la vista de todo el que quiera reflexionar con honestidad sobre las pruebas ahora a mano. El rechazo del ofrecimiento del Presidente a Andrópov, y el factor agravante del sabotaje de ese esfuerzo desde dentro de grupos importantes de los EUA, fue el punto de inflexión a partir del cual la situación interna de los EUA ha empeorado de forma constante en el largo plazo, desde entonces.

Sin embargo, la estupidez que raya en la insensatez criminal de una imprudencia deliberada, como rechazar la IDE, no deja de ser una característica propia de ciertas fases en la evolución de la cultura, como fue el caso con la historia de Atenas, desde Pericles hasta Trasímaco, el modelo original del secretario de Defensa Donald Rumsfeld y su pandilla de gallinazis “neoconservadores” straussianos.

El siguiente gran paso de decadencia desde el de Thatcher y Bush en 1989, fue el de Blair, Bush y Cheney en enero de 2001. Para entender cómo se urdió esta fase de la tendencia posrooseveltiana, tenemos que remontarnos a la época en que el abuelo de nuestro presidente en turno, Prescott Bush, de Brown Brothers, Harriman, en concierto con Montagu Norman del Banco de Inglaterra, dirigió la pandilla que puso a Adolfo Hitler en el poder en Alemania.[13] Este apoyo a Hitler entre los banqueros angloamericanos, quienes, como Harriman, luego se volvieron en su contra, tiene una importancia decisiva para entender la política estadounidense actual. Este entusiasmo de los financieros angloamericanos por Hitler en los 1930 fue prefigurado por los cómplices de Winston Churchill, cuando usaron a un agente de inteligencia británico de los días de la Joven Turquía, el banquero veneciano Volpi di Misurata, como el arquitecto intelectual del ascenso del dictador fascista Benito Mussolini al poder en Italia. La historia es un proceso, y ese proceso tiene su historia.

Entonces, el príncipe de la Corona imperial británica, más tarde Eduardo VII, tuvo una función destacada en la reedición de la guerra de los Siete Años orquestada por Londres, que había establecido a la Compañía de las Indias Orientales británica de 1763 como un imperio de facto. Eduardo VII siguió el precedente al organizar lo que devino en la Primera Guerra Mundial.

No obstante, la respuesta a la pregunta de algunos, “¿la historia se repite?”, es: “Nunca; la historia es un proceso dinámico, no uno mecanicista”.

La dinámica de la cultura

Es absurdo hablar de una cultura de simios o, como lo implica el relato que hizo la primera dama Laura Bush en la cena con los corresponsales de la Casa Blanca el 2005 en Washington, sobre el presidente en funciones (según relataron los observadores, el propio Presidente recibió el poco de humor con el que trató de salir su esposa con una suerte de aplomo desesperadamente fingido que los observadores perspicaces e ilustrados han de haberle atribuido a sus intentos por resistir la tentación de aliviar un ataque de picazón en la entrepierna). En una conversación cortés, aun en ocasiones ceremoniales, uno no habla en público de “la cultura” del ciclista de campo traviesa número uno de nuestra nación, el presidente George W. Bush hijo, con su gorrita de helicóptero y todo.

La distinción del miembro individual de la especie humana es el poder de razonar, la capacidad de generar un acto de descubrimiento de un principio físico universal cuya existencia en tanto entidad yace fuera de los confines sombríos de los meros fenómenos. El grado al cual el comportamiento de la especie humana asciende por encima del nivel de cultura achacable a un chimpancé macho adulto en celo, lo que podemos identificar con propiedad como cultura, es producto del todo de esa facultad mental creativa única específica de la especie del ser humano individual.

La acción creativa de la mente individual cobra expresión, mediante los descubrimientos de principios físicos universales, en cuatro clases de modos de forma simultánea. Primero, las intervenciones del hombre para cambiar con éxito los procesos abióticos de modos que definen estos cambios como parte integral de la noosfera de Vernadsky. Segundo, los cambios que el hombre efectúa en el ordenamiento de la biosfera, cambios, como extraer el cúmulo de fósiles de la biosfera, que entonces también constituyen cambios en la noosfera. Tercero, los cambios que el hombre realiza en el ordenamiento de principio de la propia noosfera, entre ellos los que hace en sí mismo, y los cambios en los ordenamientos de principio de las relaciones sociales, como en los sistemas sociales como tales, en la noosfera.

Entre estos cambios están los efectos recíprocos de la reacción del dominio abiótico, la biosfera y la noosfera en la condición de la existencia de la sociedad y de la persona individual dentro de la misma. Estas relaciones las ordenan, de hecho, principios físicos universales descubribles subyacentes de una clase que no constituyen fenómenos del dominio de la mera percepción sensorial como tal.

Todos estos cambios y los de otras clases relacionadas, efectuados a través de modos alternativos de acción voluntaria, incluyendo evitar modos apropiados de reacción, forman parte integral de la noosfera. Ésta es la selección apropiada del significado del término “cultura”. Fuera de este conjunto de relaciones, no hay expresión existente de cultura. La medida última de los efectos así generados, es la norma física del ritmo de aumento (o disminución) de la densidad relativa potencial de población a largo plazo de la especie humana considerada en parte o en su conjunto. La cultura es un sistema dinámico, no mecánico. La cultura es, en esencia, el reflejo de la interacción de los principios físicos universales descubribles.

De manera que, el pasado, como parte o complemento del cúmulo de la infraestructura económica básica, actúa sobre los individuos vivos. Ese cúmulo es la premisa que configura los retos a los que el momento presente de la sociedad debe responder. Así, el individuo, en un momento y lugar, está parado sobre un suelo que nunca es el mismo en el que estuvieron las generaciones previas; sólo los incompetentes serían lo bastante necios como para basar el pensamiento sobre el individuo en la historia en las tontas conjeturas de Plutarco, las comparaciones de ese sacerdote délfico de Apolo de las vidas de personas famosas de tiempos y lugares muy diferentes. Aquí está una llave a considerar al enfrentar el método que usaba el doctor Post. Toda figura competente y responsable de renombre en la historia responde a una historia que siempre difiere en especie de cualquier tramo significativo de la historia precedente, en su cultura o en la de otra persona. La historia es en esencia dinámica, nunca mecánica, como lo implica el método del doctor Post.

Como estos conceptos que ahora nos exigen las circunstancias fueron desarrollados como producto de la civilización europea, con sólo algunos efectos añadidos de fuera de las culturas europeas como tales considerados, es necesario y adecuado que una persona que es producto ella misma, en lo primordial, de la civilización europea, limite sus exigencias más que nada al conocimiento científico abarcador en cuanto a la cultura, al proceso evolutivo de milenios de la cultura europea relativamente bien conocida desde más o menos el tiempo de Solón de Atenas y los pitagóricos.

¿Qué tan válidas son las conclusiones a que puede arribarse dentro del alcance de ese enfoque? Una respuesta competente a esa pregunta sólo puede darse en la medida que limitemos las premisas de nuestras conclusiones a “factores” que puedan definirse con seguridad como conocimiento de la calidad que la astrofísica, por ejemplo, demuestra en los descubrimientos hoy conocidos de principios físicos universales. Por principios físicos, nos referimos a principios expresados en tanto reflejos de clases universales de efectos físicos.

No hay necesidad de agregar nada más sobre la naturaleza de los preliminares en este momento del relato. Ahora viremos nuestra atención a los aspectos principales de la evolución de la cultura europea durante el período de algo más de 3.800 años, un período que abarca el tiempo de la interacción, incluso por guerras, entre Egipto, Babilonia y los hititas de Anatolia central pero, con todo, ensombrecido por la cultura imponente aun más antigua de las grandes pirámides de Egipto.

El desarrollo de la cultura europea, contra ese telón de fondo, es característicamente un conflicto continuo entre la lucha por cultivar la libertad de la razón humana en la sociedad, y los efectos embrutecedores contrarios de la clase de sistemas imperiales que se remontan en la historia europea hasta el presente, a los esfuerzos recurrentes por saquear y oprimir a las mayorías de las poblaciones mediante prácticas conocidas como “imperialismo” u, hoy día, la forma de imperialismo neoveneciano conocido como gobierno mundial o “globalización”.

Las reacciones de la antigua cultura griega, con sus propios conflictos culturales internos, a las presiones del imperialismo, en lo principal tienen que ver con la lucha contra los enemigos principales, el Imperio Persa y Tiro, y después el sistema imperial romano y su sucesor, el sistema ultramontano basado en una curiosa asociación de la caballería normanda con la oligarquía financiera veneciana. El Imperio Británico, y la forma actual de tipos de cambio flotantes del FMI y el Banco Mundial, y la ofensiva, como la emprendida por Robert Mundell del Grupo Siena, hacia la restauración de la tiranía ultramontana medieval en la forma de una sustitución de los Estados nacionales soberanos con la “globalización”, son consecuencias contemporáneas típicas de la depravación neoveneciana.

Para establecer el marco del surgimiento de la función desempeñada por la fase clásica de la cultura griega, basta decir, para nuestros propósitos aquí, que la continuidad más patente de la historia de la civilización europea comienza en alrededor de 700 a.C., momento en que un Egipto revigorizado se defendía protegiendo a los griegos en el Mediterráneo oriental, como aliados en contra de Tiro, y a los etruscos en el occidental, como aliados contra la colonia de Tiro asentada Cartago. Observa en el telón de fondo los legados de los Imperios Babilónico y Persa que amenazaron a Egipto y Europa desde el este. Desde la perspectiva de la cultura, los principales impulsos positivos hacia la antigua Grecia de este período, y después, vienen de Egipto, como da fe de ello la función que tuvo la esférica en la cultura griega; mientras que, antes de que Roma ascendiera al poder en el Mediterráneo en general, la amenaza vino en lo principal del Sudoeste de Asia, del legado vivo de Babilonia y el Imperio Aqueménida.


3.

 

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[13]Uno no podría aseverar que el presidente George W. Bush, adquirió sus locuras “honestamente”.


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