Escritos y discursos de Lyndon LaRouche

Memorando sobre el ‘síndrome de Pericles’
El caso de la locura colectiva del Vicepresidente

1. El defecto sistémico de la psicología moderna
2. El caso de Pericles: la evolución dinámica de las culturas
3. Ciencia, amor, cultura y la mente individual
4. La amenaza contra la Constitución de los EU

4. La amenaza contra la Constitución de los EU

por Lyndon H. LaRouche
10 al 22 de julio de 2005.

Este concepto subyacente de inmortalidad, del modo que lo asociamos con nuestra Declaración de Independencia y el rechazo explícito de la Constitución a las doctrinas reduccionistas de Tomás Hobbes y John Locke, es lo que define la destacada contribución del establecimiento de nuestra república federal a toda la civilización, como en la función decisiva que tuvieron los presidentes Abraham Lincoln y Franklin Roosevelt en hacer posible la derrota de los arranques de Benito Mussolini, Adolfo Hitler y Francisco Franco hacia una forma “integrista” de imperio mundial fascista.[16] La falta de adhesión política imperante en Europa a este principio constitucional de gobierno, un principio que nuestros grandes presidentes honraron, hizo susceptible a la Europa continental, aún hoy, a la suerte de tramas fascistas y relacionadas de la internacional sinarquista que Europa padeció en el intervalo de 1917–1945. Ahora, esa misma clase de enfermedad que ya ha infestado varias partes o a toda Europa en diversos momentos, a lo largo de los siglos hasta la fecha, ha devenido también en una amenaza existencial inmediata a nuestra república constitucional, esa amenaza que ahora tiende a parecer entre nosotros en una medida sin paralelo desde lo de Appomattox.

En esencia, el fascismo, del que son típicos los casos de Mussolini, Hitler, Franco, Pinochet, etc., no es una cosa en sí. Hay modos típicamente fascistas de conducta, pero son la mugre y la pus de la infamia política, no la infección que produce el fascismo de entre sus efectos sintomáticas.

Explico la infección en el resumen siguiente de las bases históricas del conflicto que amenaza la existencia de nuestros EUA más bien en lo inmediato. La amenaza específica a nuestra nación ahora, es una excrescencia de sucesos que empezaron cuando Guillermo de Orange tomó Gran Bretaña en 1688–1689, y con el ascenso de esa porción de la aristocracia británica asentada en Irlanda que aconteció como un elemento decisivo de futuras expresiones internas del poder oligárquico británico en esa década y las siguientes.

La sustancia subyacente de los rasgos sintomáticos de los movimientos fascistas representa, más que nada, una excrecencia del liberalismo angloholandés que evolucionó como un retoño del surgimiento del partido oligárquico–financiero en la forma de las compañías de Indias angloholandesas del “Partido Veneciano” de fines del siglo 17 y el 18. Fue la reacción de esa oligarquía financiera a la amenaza contra la clase de restauración ultramontana de un imperio mundial de gobierno oligárquico–financiero de corte veneciano, como esa variedad de lo que da en llamarse “globalización” y que difunde Robert Mundell y compañía del Grupo Siena hoy.

Los rasgos esenciales de ese fragmento pertinente de la historia actual son los siguientes.

La exitosa guerra americana de Independencia contra la opresión de la Compañía de las Indias Orientales británica luego de febrero de 1763, le dio a lord Shelburne y su grupo control directo del intento por defender al sistema imperial liberal angloholandés de la proliferación de la influencia del modelo americano por toda la civilización europea. La primera intervención notable de Shelburne procurando ese propósito fue la función que tuvo como primer ministro en 1782–1783, en segregar a los aliados principales de la lucha por la independencia americana, los EUA, Francia y España, uno del otro, mediante tratados separados con su Gobierno. El objetivo principal de Shelburne era la Francia de Luis XVI.

Sin embargo, aunque el hecho de que Francia —que fuera la aliada principal de los EUA— era una gran potencia en esa época llevó a Shelburne y a Bentham a tomarla como blanco, como el principal enemigo a destruir En Ese Momento. La amenaza de largo plazo que representaba esa nueva nación, los EUA, fue lo que incitó a los imperialistas liberales angloholandeses de Shelburne a enfocar su ataque contra Francia como el objetivo central para tratar de arruinar a toda Europa continental.

Ya en 1763 Shelburne había incorporado al ahora notorio “filósofo escocés” Adam Smith a su séquito, y lo había asignado para hacer indagaciones que llevarían al desarrollo de los medios para destruir las libertades de las colonias norteamericanas y la economía de Francia, del modo que, de hecho, el legado de Adam Smith ha arruinado a los EU —¡regiamente!— en las últimas cuatro décadas. En 1782 Shelburne dirigió el establecimiento del Ministerio de Relaciones Exteriores británico, dándole a su lacayo Jeremías Bentham una posición decisiva como jefe del departamento de jugarretas sucias en operaciones contra las Américas[17] y Europa continental. Entre los agentes claves de Shelburne en este negocio estaban el adversario de Benjamín Franklin, Philippe “Égalité” de Francia, y el lacayo de Shelburne, el banquero suizo Jacques Necker. Fue la quiebra de la monarquía francesa mediante la imposición británica de las políticas librecambistas de Adam Smith y el fisiócrata Turgot, lo que creó la mayoría de las condiciones principales del ambiente para la Revolución Francesa de 1789.

El modo en que Shelburne y demás tramaron para ocasionar esa Revolución Francesa, es clave para entender los más de los aspectos salientes de la historia mundial desde las operaciones del Ministerio de Relaciones Exteriores británico que precipitaron los acontecimientos de 1789. Los agentes británicos “Égalité” y Jacques Necker[18] fueron los autores de los sucesos del 14 de julio de 1789. Danton y Marat fueron agentes del Ministerio de Relaciones Exteriores británico adiestrados en Londres y desplegados a Francia bajo la dirección de Bentham. Robespierre, un agente de Londres y viejo enemigo de Benjamín Franklin, trajo el Terror y al jacobino Napoleón Bonaparte, como el modelo original del fascismo de Mussolini, Hitler, etc., un modelo de Napoleón que el martinista entusiasta de la Inquisición Joseph de Maistre inventó para que desempeñaran un papel como el del dictador y emperador Bonaparte.

Las raíces napoleónicas de Adolfo Hitler

Estos sucesos exóticamente ajenos a Francia que Gran Bretaña urdió ahí, han sido un aspecto central de las páginas más feas de la historia mundial, desde un período previo a 1789 hasta el presente. El quid de estos acontecimientos fue la creación, con patrocinio de Londres, de una secta salida de entre los admiradores de Voltaire, la orden francmasónica martinista apoyada por Londres que urdió el caso del collar de la reina e incidentes parecidos que llevaron a los sucesos de julio de 1789, el Terror. Esta operación de Londres fue la responsable de crear el prototipo para el posterior Adolfo Hitler: el emperador Napoleón Bonaparte. Un Bonaparte que, junto con Murat, fue un factor de influencia significativa en prefigurar las políticas militares (por ejemplo, la de Jomini) y otras pertinentes de la insurrección de la Confederación estadounidense de 1861–1865 patrocinada por Londres. El títere británico de lord Palmerston, Napoleón III, fue producto de esta secta francmasónica martinista, una que produjo a la secta anarco–sinarquista conocida como los sinarquistas franceses y, más tarde, la internacional sinarquista, que fue la camarilla de banqueros privados que urdió el surgimiento de regímenes fascistas en el continente europeo luego de lo de Versalles.

El conde Joseph de Maistre, una figura clave de esa orden martinista de entonces, fue el cocinero del diablo que, de modo bastante literal, creó el futuro modelo para Adolfo Hitler, no con barro, sino con un jacobino rezagado seguidor de los hermanos Robespierre: Napoleón Bonaparte. Éste es un hecho que de plano reconoció hasta el propio Napoleón. Él sirvió como el azote de Europa continental, tal como la Compañía de las Indias Orientales británica había tramado la guerra de los Siete Años que llevó a Gran Bretaña al poder imperial con el Tratado de París de febrero de 1763, y como la oligarquía financiera de la Gran Bretaña imperial, con sus compañeros de andanzas estadounidenses y otros, organizó dos guerras de implicaciones similares en Eurasia continental y más allá en el siglo 20, y también dirigió el inicio de la era del terror nuclear desde 1945 hasta 1989.

La orden francmasónica martinista original que tramó el escándalo francés del “collar de la reina”, y el Terror jacobino y el terror de Napoleón, evolucionó como el movimiento sinarquista de fines del siglo 19 y la camarilla de intereses oligárquico–financieros privados de la internacional sinarquista que estuvieron detrás del ascenso al poder de criaturas tales como Mussolini, Hitler y Franco en las décadas inmediatas luego de la Primera Guerra Mundial.

La “contrapandilla” de redes anarcosindicalistas radicales que impulsan la “globalización” hoy, tales como el Robert Mundell del Grupo Siena y su amplia red de asociados, y otros como Teddy Goldsmith, el confederado veterano del John Train de los EUA en las viejas operaciones de “espionaje” de la Paris Review, son una extensión ideológica del mismo sindicato sinarquista de intereses bancarios privados que le dio al mundo las dictaduras de Mussolini, Hitler, Franco y los de su ralea.

Este precedente sinarquista, que nos dio las tiranías ejemplares de Mussolini, Hitler y Franco, es la raíz, en lo que el presidente Eisenhower identificó como “un complejo militar industrial”, de la crisis que abarca esos aspectos de la función de Bush y Cheney hoy, que ahora constituyen una importante amenaza al orden constitucional.

La amenaza actual al interés oligárquico–financiero liberal angloholandés imperialista, la amenaza que el orden constitucional de nuestra república representa, cobra expresión en la campaña, que hoy continúa, de esos intereses liberales y sus cómplices contra el legado del presidente Franklin Roosevelt. Esta campaña que hoy continúa inició al final de la Segunda Guerra Mundial, a instancias de los mismos círculos oligárquico–financieros que en un principio habían apoyado la instauración de los regímenes de Mussolini, Hitler y Franco, pero que luego se opusieron a los de Hitler y Mussolini, sólo porque Hitler decidió atacar primero hacia el oeste, en vez de al oriente. La notoria “línea de ratas” de criminales fascistas notables, que en lo principal se canalizó a través de la España fascista de Franco hacia las Américas, es típica de la complicidad de las redes de Winston Churchill, Bertrand Russell y otros en reanudar el apoyo de los grupos financieros angloamericanos al primer régimen fascista moderno, el de su Benito Mussolini.

El abuelo del presidente George W. Bush hijo, Prescott Bush, es típico de las redes financieras derechistas que dieron estos giros sucesivos a favor del fascismo, en contra de Mussolini y Hitler, y a favor de Franklin Roosevelt.[19] Esto no quiere decir que el presidente George W. Bush tenga la capacidad mental de captar la clase de función pervertida, como un símbolo de la caricatura dinástica de su familia, que está desempeñando en el estrado ahora. Para esos bribones que pusieron a ese pobre tonto enfermo en el estrado para “usarlo” al modo de un caballo de carreras fracasado al que se droga para su última carrera, no era necesario que entendiera la función para la cual lo seleccionaron; bastaba con que la cumpliera. Si hoy es una vergüenza para quienes lo pusieron en el cargo, no es nada peor de lo que debieron haber esperado de él, en primer lugar. Basta de hablar de la importancia de la crianza en las familias de las mentadas élites familiares actuales: sic transit Gloria ¿quién?

Cheney en tanto monstruo

Dados esos antecedentes históricos de tales guerras mundiales y sucesos relacionados del siglo pasado que crearon el marco de la actual crisis mundial, eso ubica al vicepresidente Dick Cheney y su camarilla en dicho marco, mismo que crearon las transiciones indicadas de los últimos cien años y más.

La clave para entender la crisis constitucional de la Presidencia que hoy enfrentamos, está en estudiar el modo en que mucha gente en posiciones de influencia ha seguido subestimando el poder que representa el vicepresidente Dick Cheney en la crisis nacional y mundial actual, así como sobrestiman mucho el poder inherente del propio Cheney. Ni los monstruos de Gila ni los jefes de pandillas son temidos necesariamente por sus facultades intelectuales. En y de por sí, Cheney está muy por debajo del rango de un Rasputín en el museo negro moderno de conspiradores y asesinos, al igual que Rasputín, a su vez, estaba muy por debajo del malvado maestro francmasón de Saboya, el conde Joseph de Maistre. Cheney ha de reconocerse como un simple instrumento de los conspiradores sinarquistas actuales, un instrumento del rango aproximado de un sicario. Su importancia radica en la función que ejecuta en tanto mero instrumento tal.

Para entender esa internacional sinarquista de redes oligárquico–financieras y relacionadas que urdieron esos giros sucesivos que referí antes, es necesario reconocer que es una excrecencia de una operación especial organizada en torno a las redes de lord Shelburne de Gran Bretaña y su lacayo Jeremías Bentham, en un período que empezó con el Tratado de París de febrero de 1763 que estableció a la Compañía de las Indias Orientales británica como imperio, y que dio inicio a esa campaña para suprimir nuestras libertades que llevó a nuestra Declaración de Independencia de 1776 y a nuestra Constitución federal de 1789. Las operaciones pertinentes de Shelburne fueron una creciente amenaza inmediata siempre intencional a la preservación de las primeras libertades que las comunidades anglófonas de Norteamérica aseguraron. Nos odiaba, ¡liberalmente!

A más tardar desde 1789, el principal objetivo estratégico continuo de largo plazo de esos retoños del Tratado de París de 1763, ha sido destruir ese Sistema Americano de economía política sobre el cual se fundó la república constitucional estadounidense, y erradicar las semillas de nuestra cultura republicana en todo el mundo. Con la victoria estadounidense contra el títere de Londres, los Estados Confederados de América, y el triunfo de la economía estadounidense en la exhibición del Centenario de 1876 en Filadelfia, el principal conflicto estratégico de largo plazo en la civilización europea extendida al orbe ha sido la destrucción del Sistema Americano de economía política en favor de lo que la imperialista y siempre orwelliana Compañía de las Indias Orientales británica definía como el servicio de la libertad de comercio, su definición de “capitalismo”.

El asunto esencial de lo que Henry A. Kissinger definió, en un discurso que dio en la Chatham House de Londres en mayo de 1982, como el conflicto entre Franklin Roosevelt y el primer ministro Winston Churchill, a quien Kissinger alabó y admiró con devoción en esa ocasión, fue precisamente éste.[20]

Como he subrayado en muchas y repetidas ocasiones antes, la diferencia más obvia entre los sistemas político–económicos de Europa continental y el sistema constitucional estadounidense, es que los gobiernos de Europa están subordinados a los mentados sistemas de “banca central independiente”, sistemas basados en la versión liberal angloholandesa del sistema oligárquico–financiero veneciano. Tal como los presidentes Abraham Lincoln y Franklin Roosevelt se hicieron eco de los preceptos del primer secretario del Tesoro de los EU, Alejandro Hamilton, el sistema estadounidense es, constitucionalmente, un sistema basado en un monopolio del gobierno sobre la creación de moneda y crédito relacionado. Aunque el derecho moderno de muchas naciones europeas, como Alemania, defiende los principios del bienestar general, la Constitución de los EU es la única que de forma explícita torna supremo ese principio por sobre toda otra autoridad e interpretación jurídica contradictoria.

Como los EUA cobraron demasiado poder tras la victoria de Lincoln contra los títeres de Palmerston, la Confederación y el emperador Maximiliano, como para destruirlos directamente, se puso el acento en la subversión y se consideró que el ataque directo era una estrategia peor que inútil. El mangoneo del presidente Truman, a la muerte de Roosevelt, a manos de la pandilla de Churchill, no es más que típico de lo que algunos en Londres, y sus lacayos estadounidenses, consideraban era discreción en estas cuestiones de la gran estrategia imperial de largo alcance del liberalismo británico. El antedicho discurso de Kissinger de mayo de 1982 en la Chatham House es típico de la estrategia de subversión, del mismo modo que el actual régimen de Bush y Cheney ha llevado a los EUA a guerras destructivas y, ahora, a la embestida del derrumbe del sistema angloamericano global de hegemonía compartida.

Dicho esto a modo de antecedente, ahora es tiempo de que nuestros ciudadanos desechen sus ilusiones populistas y enfrenten el feo hecho de que tenemos que ver al propio Cheney como alguien a quien se entiende mejor notando su parecido notable con los personajes que estaban en el estrado en 1922–1945, como Mussolini, Göring, Goebbels y Hitler. Sabemos que Cheney es un bruto más idiota que cualquiera de esos predecesores, pero, lo que no deja de ser importante sobre su función, es que comparte la misma clase de pasión, aun sin la carga de facultades intelectuales excesivas. Es una caricatura bruta de Torquemada como lo veía el creador de Napoleón, Joseph de Maistre; es el aspirante a parodia “muerdetapetes” de Hitler forjada en la imagen satánica que De Maistre tenía de su propia creación, Napoleón Bonaparte; es una suerte de caricatura “bertoltbrechtiana” del personaje de Dostoyevsky, el “Gran Inquisidor”. Es algo que salió del fondo de un barril de los nietzscheanos de la historia moderna. Es menso, pero compensa su carencia de intelecto con brutalidad. Es malo, pero también, como diría la leyenda celta, aciago.

Él no es un intelecto poderoso, sino una suerte de perro rabioso, una caricatura depravada del Trasímaco del profesor Leo Strauss. Procura compensar su falta de ingenio fiándose de su sed de salvajismo. El vicepresidente Dick “Bugsy” Cheney manifiesta, para nuestra perspectiva constitucional hoy, un síntoma de cuento de hadas del extremo del proceso de decadencia de una otrora potencia, un síntoma de alarma del inicio de algo no menos ominoso que lo que al final hizo presa de la Atenas de Pericles. Al final, se destruirá él mismo, pero eso en realidad no lo asustaría; el verse forzado a no ser el perro rabioso que es su verdadero yo, sería como decirle su nombre verdadero al Rumpelstiltskin de la fábula. No es mucho; después de todo, la señora Lynne Cheney lo recogió de una especie de basurero social y lo salvó de la leva para Vietnam, pero sí es, por ende, un verdadero seguidor del Dionisio de Friedrich Nietzsche y una caricatura del Gran Inquisidor de Dostoyevsky.

Como los locos de Guantánamo

A veces, como en el caso de Dick Cheney, la verdad está más cerca de la realidad cuando es la verdad mejor contada como mito en base a ciertas verisimilitudes. A veces, como en el caso de Cheney, la mezcla de vida fantasiosa y afín tiene más que ver con el modo en que adquiere y conserva la parte de cierta clase de personaje, que con cualquiera de los detalles biográficos más llanos. Así es con los fracasados morales como Cheney, quien adopta el hábito de actuar lo que quizás imagina es la grandeza de un personaje ficticio que en realidad existe, en tanto persona, sólo en su imaginación.

Considera, así, a un fracasado como Dick Cheney. Bueno, últimamente todo parece irle cuesta abajo a la siniestra figura del otrora tosco jugador de fútbol de la preparatoria de su luego esposa. Un día, la encantadora chica de esa preparatoria, su futura esposa, la señora Lynne Cheney, recogió al pobre Dick de la calle, le aseguró un título universitario que de otro modo no podía obtener por su cuenta y, en un apuro, le dio el pretexto para una de las varias veces que evitó el servicio militar manteniéndolo apartado de la guerra en marcha en Indochina. No se sabe, y de hecho es prácticamente irrelevante, si en las noches que lo dejaba afuera amarraba su collar de púas a una correa irrompible o, en otras ocasiones, sus muñecas al poste de la cama. La verdadera historia de un futuro gallinazi “neoconservador”. Ella es su nexo inmediato al poder: a las redes del profesor Leo Strauss de la Universidad de Chicago, quien hoy sigue siendo, aunque murió hace mucho, la “jefa de manada” de los gallinazis “neoconservadores”.

La señora Lynne Cheney es de una clase diferente, más de lo que es en realidad, que ya es bastante malo. Ella es el personaje más influyente de la familia, quien ha administrado la carrera de su bruto semental en momentos decisivos.

En estos días está de moda hablar, en tonos despectivos, de los mentados “Estados fracasados”. Dick Cheney es un ser en un estado fracasado de la vida real, y no es el único de esa clase. Esto nos lleva al tema de los depredadores que se informa administraban la prisión estadounidense de “Naranja Mecánica” en Guantánamo.

La llegada de la era de las armas nucleares, que comenzó en Hiroshima, alentó la proliferación de cierto género al que el sabedor pronto vino a referir como los “mentalistas doblacucharas”, y por muy buenos motivos. El general Daniel O. Graham, a quien ya me he referido aquí antes, estaba entre los de ese género: su plan lunático de ciencia ficción llamado “Frontera Superior” es un ejemplo de esto. Algunos estaban más locos de lo que mi conocimiento de Graham empieza apenas a sugerirme que hayan estado; pero, no obstante, él era un “doblacucharas”. El caso Aquino y los experimentos con LSD dirigidos desde la Clínica Tavistock de Londres, están más cerca del núcleo del género. Esto es lo que vemos cuando consideramos los informes que llegan de Guantánamo, Abu Ghraib y lugares de origen similar.

Por motivos de una claridad científica, que no vendría al caso detallar en el alcance asignado a este informe, la tensión del ascenso de las décadas de mentada guerra nuclear “preventiva” y, después, “termonuclear”, hizo que algo en las personalidades de cierto estrato de nuestros servicios de inteligencia y militares “tronara”. Los cuentos de horror de Guantánamo y Abu Ghraib no sorprenden a ninguno de los que estamos familiarizados con algunos estudios del caso de esas partes de nuestros servicios de seguridad nacional que se inclinaron de forma más perceptible al lado “doblacucharas” de la vida mental y profesional.

El asunto sobre estos casos que es pertinente en el alcance de este informe, es la clase de organización de los procesos mentales que seduce al que sea susceptible de convertirse en las suertes de personalidades que representa la variedad “doblacucharas” de los clásicos espías de la “Guerra Fría”. Mira la operación especial del MIT–RLE del proyecto “Cibernética” de la Fundación Josiah Macy, Jr., en la que había obscenidades como el torturado chimpancé apodado “Noam Chimpsky”, a cargo de los profesores y descuartizadores “doblacucharas” Noam Chomsky y Marvin Minsky, que es un ejemplo pertinente de esto. Revisa, por ejemplo, ediciones viejas de la revista Astounding Science Fiction de John Campbell. Busca en esas y otras producciones semejantes los temas de los “Buck Rogers” montando un reptil “comosellame” de seis patas en el terreno de un planeta distante con una cultura feudal, o la misma perversión peor que infantil de la película de la “Guerra de las Galaxias”. Para muchos de los fanáticos de esta clase de cosas, la “ciencia de fantasía” no era sólo entretenimiento para mentes infantiles; era más o menos una religión. Para los seducidos a seguir esas direcciones, convertirse en un “doblacucharas” era, como dicen ahora, “la gran cosa”, en especial si implicaba participar en un juego ultrasecreto de “este o aquel Q” en la zona protegida de otra identidad ultrasecreta, en especial cuando a ese pobre pervertido lo protegían de la sensibilidad de la realidad en un lugar especial de alta seguridad militar o comparable.

Pongan la imagen de esa suerte de “doblacucharas” en el marco de lo que he identificado antes en este informe como el “síndrome de la pecera”. Ahí, hablé del estado mental de un reduccionista cuyas definiciones, axiomas y postulados son una mezcla del mundo real y el inexistente. Vean la clase de “doblacucharas” a la que acabo de referirme con el “síndrome de la pecera” como telón de fondo.

¿Raro? No más raro de lo que debiste haber reconocido como el extraño estado mental típico de un admirador de veras apasionado del Adam Smith de lord Shelburne o del profesor Milton Friedman, a ese respecto. Considera el pasaje siguiente, que he citado a menudo, de la La teoría de los sentimientos morales de 1759 de Adam Smith, publicada apenas cuatro años antes de que Smith recibiera su encargo como espía del propio lord Shelburne.

El gobierno del gran sistema del universo. . . la custodia de la felicidad universal de todos los seres racionales y sensibles, es asunto de Dios y no de los hombres. Al hombre le corresponde un apartado mucho más humilde, pero más a tono con la debilidad de sus facultades, y la estrechez de su comprensión; la custodia de su propia felicidad, la de su familia, sus amigos, su país. . . Pero aunque estemos. . . dotados de un intensísimo deseo de realizar esos fines, se ha recomendado a las lentas e inciertas determinaciones de nuestra razón averiguar los medios de materializarlos. La naturaleza nos ha conducido a buena parte de ellos por instintos originales e inmediatos. Hambre, sed, la pasión que une a los dos sexos, el amor al placer y el temor al dolor, nos impulsan a aplicar esos medios sólo por lo que son, y sin consideración alguna de si tienden a esos beneficiosos fines que el gran Director de la naturaleza intentó producir por medio de ellos.[21]

El “doblacucharas” de la estirpe de Locke, Mandeville, Quesnay, Adam Smith o el utopista Jeremías Bentham, divide su universo en dos universos separados, uno por encima de las tablas del piso de los fenómenos sensoriales, el otro por debajo. De algún modo, con conjuros mágicos, las criaturas debajo de esas tablas del piso ordenan el destino del hombre mortal; por encima del piso, los crédulos ejecutan rituales que, aunque son intrínsecamente absurdos o peor, creen que propician a los monstruos invisibles que controlan el universo del piso para arriba, desde abajo. Imagina a Donald Trump como un satanás, en el infierno en que reside, señalando amenazador mientras le grita enfurecido a un solicitante del puesto de jefe de celda de los condenados: “¡Estás despedido!” Como Trump insiste, es la disposición de uno a ser de veras perverso en sus malas obras lo que, según la doctrina de Mandeville, produce lo que debería satisfacer a una sociedad que de conjunto comparte los gustos de Mandeville.

Reconoce el interior ni tan oculto de la mente del “doblacucharas” potencial en este y otros casos extraños parecidos de economistas famosos como el seguidor de John Locke, Bernard Mandeville. Mandeville basaba la doctrina económica que hoy adora con entusiasmo la más bien ultraderechista Sociedad Mont Pelerin contemporánea, con el supuesto de que prohibir la ingerencia de la sociedad en la práctica de los vicios privados garantizaría los beneficios relativos óptimos para la sociedad en general.[22] O, el caso del fisiócrata doctor François Quesnay, de quien Adam Smith plagió la celebérrima expresión de “la mano invisible”, en su tratado de propaganda antiamericana de 1776 conocido por el breve título de La riqueza de las naciones.[23] El razonamiento de Quesnay era el del magistrado de la Corte Suprema de Justicia de los EU Antonin Scalia —quien también tiene algo de demonio— que, dado que los siervos propiedad del terrateniente aristócrata sólo eran ganado humano, cuyo ingreso no debía exceder la alimentación y otros cuidados que les correspondían en tanto forma de ganado, la única fuente de la ganancia de la propiedad debían de ser los poderes mágicos de la propiedad (por ejemplo, del “valor del accionista”) que expresaba el título otorgado al terrateniente.

La característica común de las creencias pertinentes de todos estos típicos empiristas “santos” del panteón pagano de la economía política liberal angloholandesa, es lo que se describe con justicia como su convicción común de que alguna agencia inescrutable, que opera debajo de las tablas del piso del universo, dicta —y de modo más bien caprichoso— y define así lo que le está permitido a los habitantes del mundo de arriba. Uno escucha el ruido de los dados del tahúr supersticioso, mientras el jugador implora en un estado de adoración: “¡La nena necesita zapatos!”

Como en todos los casos que yacen en los confines de la noción del síndrome de la “pecera”, hay tres facetas principales de la ideología particular a considerar. Primero, la cuestión del significado práctico para esa sociedad, de lo que el participante en ese síndrome no sabe, pero que debería saber por su propio bien. Segundo, hay nociones de principio adoptadas que quizá sean imperfectas, en el sentido que no carecen de mérito, pero la falla está en que representan formas reduccionistas de creencia implícita. Estas nociones, que son características de la ideología deductiva, tienen el efecto de tender a suprimir el funcionamiento de esas facultades mentales creativas que son la distinción característica entre la especie humana y las bestias. Tercero, está el aspecto de la creencia que es directamente contrario a los principios pertinentes del universo real.

En el caso en que el reto principal que aplica es implícitamente constitucional en carácter, una aproximación razonable de las distinciones apropiadas entre esos tres componentes de un síndrome de “pecera” popular, ha de considerarse como la esfera de interés principal del derecho constitucional. El acento debe ponerse, como me he apegado a este precepto en este informe, en el derecho constitucional en sus aspectos de derecho natural, en vez de dejarse arrastrar al pantano moral de los efectos patológicos de la creencia obsesiva en el derecho positivo (por ejemplo, el “derecho consuetudinario”), como la que tienen nuestros populistas típicos.[24]

En la siguiente conclusión del informe que tienes ante ti, centramos nuestra atención en dos clases distinguibles de consecuencias constitucionales implícitas de la situación que el caso de Bush y Cheney representa ahora. Me explico.

En la práctica liberal angloholandesa del Nuevo Partido Veneciano de lo que ellos llaman, de manera curiosa, economía política, la misma idea de “magia” que gobierna la circulación del dinero es la que resuena en la imploración del jugador de dados, de “¡la nena necesita zapatos!”, que la determinación deseable del precio de todo, incluyendo el dinero mismo, debe ocurrir de ese modo mágico de los doblacucharas, que Mandeville, Smith, Jeremías Bentham y demás alegaban. Todo creyente de dichas doctrinas económicas debe reconocerse, por ende, con claridad, como otra simple variedad de creyente verdadero admirador del arte mágico del doblacucharas.

La misma demencia del doblacucharas está implícita en términos funcionales en toda variedad de lo que he descrito como un “síndrome de la pecera”. Sin embargo, la opinión común sospecha, correctamente, que hay que notar diferencias cualitativas entre las diferentes variedades de quienes comparten la creencia en locuras de la clase que nos es familiar, de las doctrinas fisiócrata y otras del tipo liberal angloholandés. Uno podría decir que una variedad pertenece al departamento de “magia blanca”, y la otra incluye la “magia negra” de la economía de “Enron” y “Halliburton”, o de quienes caben en la misma categoría general de la criatura de la señora Lynne Cheney.

Esa distinción entre magia “blanca” y “negra” es debatible, pero sólo con respecto a la práctica común de diferenciar al delincuente endurecido de los demás practicantes de diversos vicios. Cheney entra en la categoría de los de mentalidad “criminal endurecida”, más o menos a diferencia de la pertinencia del “verdadero creyente” común en la dedicación de Mandeville a la proliferación del vicio privado.

Así que, al proceder ahora a las secciones finales de este informe, divido el tratamiento de la pertinencia constitucional de esa distinción general. Primero, me concentro en las características de “criminal endurecido” de tipos como el vicepresidente Cheney y, después, en el desafío constitucional que plantea la forma en que el liberalismo en general crea la oportunidad para que criaturas que caen en la categoría más extrema, de la que puede decirse significativamente que Cheney es típico, acarreen la ruina de la sociedad.

El Gran Inquisidor: ¿Cheney o Dostoyevsky?

Recientemente hubo una discusión entre mis círculos más allegados, que giró en torno al asunto de: ¿hasta qué punto el propio Cheney reconoció con plenitud la criminalidad de los actos en los que estuvo involucrado, del modo que participó en fraguar los pretextos fraudulentos para dar pie a la actual guerra en Iraq, que sigue y empeora? El papel decisivo que desempeñó la oficina de Cheney en coordinar el “destape” involuntario de la agente secreta de la CIA Valerie Plame, fue uno de los aspectos en los que se concentró nuestra discusión sobre este asunto del grado de “voluntarismo” de Cheney.

En un caso como éste no es necesario tratar de determinar si lo que hicieron Cheney y compañía debe procesarse como un delito. Basta determinar, primero que nada, si el papel de las partes en cuestión fue intencionalmente malo. ¿La acción pretendida fue mala adrede? ¿Fue mala adrede, no sólo en virtud de lo que se pretendía, sino también en virtud de las consecuencias previsibles en la mente de la persona en cuestión? O, ¿debe verse su papel en las operaciones concertadas por la oficina de Cheney, la Casa Blanca y otros en esa vasta conspiración como un esfuerzo relacionado, con la intención plena conciente de elaborar un amplio esfuerzo por obstruir la justicia en casos tales como el de la Valerie Plame?

¿Imita este caso, al menos, la maldad pura de la imagen del Gran Inquisidor de Dostoyevsky?

Al examinar estas cuestiones, nuestra intención al respecto no impide empañar el carácter de la investigación, en tanto investigación científica, con decisiones sobre la criminalidad legal de las intenciones de los sujetos en cuestión. Es el hecho de su estado mental, como éste se expresa en su comportamiento, lo que debe guiar nuestra intención en esta fase inicial de pesquisa y evaluación. El acto es una acción, pero la intención que la motiva es un asunto que no debe empañarse por el uso temerario de argumentos deductivos. Tenemos que considerar este asunto como un estudio de dinámicas, y no de psicomecánicas.

Nunca debemos sentirnos tan impelidos a escapar de nuestros peligros presentes, que caigamos por descuido en consecuencias imprevistas. ¡No vayamos a ninguna cita en Samara! Ése es el gran principio del derecho constitucional que no debe violarse. Cuando el deseo apasionado de castigar rebasa las consideraciones de cambios mortales para el futuro, que es lo que de común tiende a engendrar el afán de venganza, se pone en peligro el futuro de la civilización como una consecuencia de nuestro afán de castigar al pasado.

Dejando de lado por el momento todo lo que atañe al derecho penal como tal, ¿actuaban Cheney y compañía concientes de su activa intención maliciosa de perpetrar un acto cuyas consecuencias debieron haberse prevenido en aras del interés vital de nuestra nación, y de otras? El prevenir lo que debe prevenirse con urgencia, no el castigo, debe ser lo único que nos interese al respecto. Desde la perspectiva de nuestro equipo, la prevención, no el castigo, es el único motivo permisible de nuestro trabajo. Si lo que algunos quisieran considerar castigo fuere requerido como una medida preventiva, está bien; pero lo que me preocupa, en especial en cuanto a este asunto, no es castigar, sino prevenir. Nuestras únicas preocupaciones deben ser los remedios y la justicia, nunca la venganza. Nuestra misión es asegurarle al infractor la certeza de la detección y la prevención, no aterrar a la sociedad con los gritos nocturnos diversionarios del convicto y su familia.

En lo personal, mi experiencia me hace conocer exactamente lo que representan tanto Cheney como su pelele, el presidente Bush. Yo conozco sus mentes gusanientas, estrechas y mezquinas, como tú pudieras conocer la proverbial “palma de tu mano”.

Puedo decirte más o menos con exactitud los rasgos que más vienen al caso de lo que pasó por las mentes, si así puede llamárseles, de aquéllos en la Casa Blanca y en la oficina del Vicepresidente, cuando se tramaba y perpetraba el crimen contra Valerie Plame. Éstos no fueron golpes dados a tontas y locas; fueron conjuras bien calculadas, regurgitadas y refinadas con la intención de fomentar un pretexto fraudulento para una guerra ilegal con la anuencia de un vasto aparato, que se extiende directo desde círculos alrededor de Cheney en Washington, a lugares tales en el extranjero como la penetración del neoconservador Michael Ledeen en el SISMI de Italia y, antes, en la oficina de John Bolton en el Departamento de Estado. Y siempre al acecho en esto estuvo el cómplice de Marc Rich, “Scooter” Libby.

Encima, en torno a Cheney, era un aquelarre de brujas.

A la luz de los indicios que apuntan a esos rasgos de la conjura de Cheney y demás, no hay ninguna duda que la intención de las acciones de Cheney y sus cómplices principales, aquéllos que motivaron la acción y su persistencia, a diferencia de los que pudieran ser consideraros como meros cómplices, era perversa, y monstruosa la intención de sus consecuencias. Estaban traicionando los intereses de su propia nación y de otras, de manera conciente e intencional, como en cualquier complot para derrocar a un gobierno legítimo, como lo estuvieron haciendo en este caso. En este ritual estuvieron babeando, arrobados —como si fuera una danza de guerra de los partícipes más encumbrados en el plan—, a cada paso de sus acciones, para inducir por fraude una decisión de irse a la guerra, y de perpetrar actos con implicaciones monstruosas, tales como, por ejemplo, el del caso de Valerie Plame.

¿Es Cheney realmente un personaje hecho a imagen de la figura del satanás que Dostoyevsky presenta en el Gran Inquisidor? A mi parecer, no precisamente; la verdad es que el perro de pelea de la señora Cheney no es “tan inteligente”. No es una mente criminal, sino un sicario que han traído para perpetrar actos perversos contra nuestra propia nación y otras. Él babea con su variante de gratificación sexual lujuriosa al hacer las maldades que hace, una parodia perversa de un matón que le hace el “Gordo” al infinitamente atrevido y malicioso “Flaco” del presidente Bush. Tras reconocer el déficit bestial en el desarrollo intelectual de Cheney, el papel del Gran Inquisidor de Dostoyevsky habrá de encontrarse a niveles mucho más encumbrados de dirección que el papel de meros subalternos que Cheney y Bush desempeñan en toda la trama.

Remuevan a esos desgraciados de sus cargos mientras todavía tengamos una república constitucional, tan pronto como sea factible. Hagan esto por un sentido de la necesidad de parar el crimen mientras todavía está perpetrándose. Sin embargo, lo que debe ser el objetivo constitucional que determine el remedio que se escoja, es salvar la república, no castigar a los chivos expiatorios a todas luces culpables. Que declaren que hicieron estas cosas, no como hombres y mujeres cuerdos, sino como mentalistas doblacucharas. Esta declaración debe tomarse en consideración, todo en aras de llegar al fondo de la patología que los guió a cometer sus crímenes contra nuestra república y la humanidad.

El asunto constitucional

El gobierno, al igual que la ciencia, nunca acaba de perfeccionarse. Detener el flujo del progreso científico y tecnológico implicaría un impulso para parar lo que de modo intrínseco debiera ser un proceso sin fin de perfeccionamiento del gobierno constitucional.

En el fondo, el asunto subyacente que plantean sucesos tales como el caso del sucio Dick de la señora Cheney, no es otra cosa sino otro ejemplo de las consecuencias de vivir en una sociedad en la que el individuo rara vez comprende la naturaleza ni, en consecuencia, los requisitos constitucionales de una sociedad humana. Los principios subyacentes de nuestra Declaración de Independencia y de nuestra Constitución federal son tales, que la coincidencia que expresa la intención antilockeana de la “búsqueda de la felicidad” leibniziana, y el “promover el bienestar general” del preámbulo, tienen que aplicarse. El problema principal que hay que sobreponer al tratar de aplicar esos principios constitucionales, es la falta de comprensión que tiene la mayoría de la población de los EU sobre lo que en verdad significan esas palabras.

Estos principios pueden describirse con justicia como reflejos primordiales de las creencias subyacentes más profundas de la perspectiva monoteísta que asociamos con el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, una perspectiva plenamente congruente con los métodos de los pitagóricos y Platón. El problema no son tanto los frecuentes desacuerdos respecto a algunas definiciones estipuladas sobre los términos nominales de, por ejemplo, la creencia cristiana, sino las interpretaciones torcidas de esos términos que persisten porque el creyente individual no cree que él es realmente inmortal, en el sentido que he descrito esta clase de dificultad común en este escrito y otros anteriores.

El problema asume la forma siguiente.

Al grado que la persona se ve a sí misma en esencia como un “bípedo desplumado” o un animal parlante, la experiencia de la existencia humana dentro de los confines de lo que el creyente típico identifica como “esta vida”, le impide verse a sí mismo como una personalidad cuya existencia se arraiga, no en el dominio de los mecanismos biológicos de la percepción sensorial, sino dentro del mismo dominio ontológico (es decir, “espiritual”) de la inmortalidad suprabiológica de la existencia eficaz del Creador. Ese individuo no logra comprender que es el papel de ideas de la calidad ontológica de las hipótesis descubiertas que pueden comprobarse mediante experimento la que, contrario al pobre tonto de Isaac Newton y sus incautos seguidores, es la realidad ontológica de la existencia eficaz del individuo humano, para quien el universo de los fenómenos percibidos es un mero reflejo que vemos por un espejo y oscuramente.

Desde la perspectiva de la ciencia física, del modo que la obra de Vernadsky define la ciencia física moderna al definir la biosfera y la noosfera, la experiencia física eficaz de la existencia humana de los individuos y las sociedades yace en el dominio subyacente del descubrimiento, y de la aplicación de esos descubrimientos fundamentales de principio físico universal que expresan la práctica general de la así llamada ciencia, y de la composición artística desarrollada y ejecutada de un modo rigurosamente clásico, tal como en las composiciones de Bach, Mozart y Beethoven. Las grandes figuras de la sociedad, las que a todas luces ameritan el título de “inmortales”, expresan este aspecto de la existencia mortal del individuo vivo, y pueden continuar haciéndolo por mucho tiempo después de su muerte biológica.

Nosotros, como en el caso de los cristianos, que comprendemos las implicaciones prácticas de esta noción de la inmortalidad humana como en el mismo dominio ontológico que la existencia del Creador, ya somos inmortales mientras aún estamos vivos, y simplemente seguiremos así después de nuestra muerte biológica. Así, la idea cristiana de estar con el “Cristo resucitado” expresa una pasión, una fuente de fortaleza creativa interna, como la que expresa, por ejemplo, el caso de la vida real de Juana de Arco, del modo que Federico Schiller capta esa verdad específica en su caso. Todos moriremos en lo biológico; lo que tenemos que evitar es la muerte de nuestra inmortalidad cuando rehusamos descubrir y elevarnos al sentido de ser inmortales, ya que vivimos en el mismo dominio que el eficaz, totalmente voluntarioso e innovador Creador mismo de este universo. Si logramos eso, nuestras oraciones deben ser para que descubramos Su intención, y contribuyamos en tanto seres espirituales e inmortales a su realización, en vez de tratar de imponerle nuestras intenciones menos informadas y, con frecuencia, relativamente mezquinas, a Él. Los peores son aquéllos de nuestros contemporáneos que hacen el supuesto sacrílego de que la inmortalidad “está del otro lado”, como los empiristas tales como el cartesiano Quesnay o los liberales Locke, Mandeville, Hume, Adam Smith, Jeremías Bentham y Emanuel Kant dividen al mundo entre los fenómenos que en realidad se han palpado del lado superior de las tablas del piso de la experiencia, y las misteriosas presencias supuestamente poderosas debajo de las tablas del piso de las que no tienen ningún conocimiento real. Para el autodenominado creyente, tal como el autoproclamado creyente cristiano típico, de la ralea del predicador gnóstico que está detrás de la carpa en la reunión de evangélicos haciendo almas con algunas de las damas de la congregación, la inmortalidad sólo existe del otro lado de las mismas tablas del piso en que acechan los dioses de los vicios privados de Mandeville.

En la medida que nuestros ciudadanos no entiendan esas implicaciones ontológicas de los principios constitucionales de la “búsqueda de la felicidad” y la “promoción del bienestar general”, tenderán a encajar su interpretación práctica a la promulgación y aplicación de nuestra ley en una interpretación popular errónea —¡y hasta populista— del significado de tales términos constitucionales.

A consecuencia de la clase de ignorancia sobre la historia universal que acabo de describir de forma sumaria aquí, la víctima de esa ignorancia comete la clase siguiente de sacrilegio contra la intención subyacente de nuestros principios constitucionales más arraigados. Tenderá, como lo hace el populista fanático, a “interpretar” la Constitución como una suerte de contrato de negocios como el del doctor Fausto, ya sea con el Creador o con el diablo mismo. Luego “interpreta” la Constitución desde la perspectiva de esta visión salvaje, en esencia carente de principio, del llamado “derecho consuetudinario” anglosajón, y esto al estilo de las negociaciones sobre asuntos territoriales y de venganza de las bestias parlantes.

El caso de una incapacidad pertinaz para captar el concepto de la inmortalidad de forma científica, apunta tanto a los orígenes como al remedio de la falta de capacidad de la persona común para lidiar con el desafío existencial más esencial de la vida humana mortal, la incapacidad de concebir la inmortalidad excepto como un doblacucharas, como algo que está al otro lado de las tablas del piso del universo conocido. Es aquí, en conexión con esto, de esta manera, que los conceptos más esenciales de la ley natural han de encontrarse.

Uso mi propio caso como un ejemplo pedagógico.

Por casi cincuenta años he sido, en la práctica, uno de los pronosticadores económicos a mediano y largo plazo más confiables del que se tenga constancia. En las más recientes de esas décadas he sido, al menos que se sepa, el único pronosticador confiable a largo plazo. Mi fascinación con fenómenos pertinentes del proceso histórico en general a lo largo de un período de más de 2.500 años, y por dos generaciones o más por venir, ha sido excelente para intuir cómo un sentido activo de la inmortalidad personal de un individuo mortal, yo, causa que me comporte distinto que personas que aún no han captado de un modo práctico las implicaciones de lo que estoy diciendo aquí.

En lo principal, creo que la forma en que las generaciones pasadas, incluyendo más de tres generaciones de mi vida mortal, han creado el presente, y lo que ahora hagamos o dejemos de hacer, en gran medida determinará la calidad y la dirección del futuro. Extiendo mi experiencia económica práctica y relacionada a la forma en que los descubrimientos de principios físicos universales, aun del pasado más remoto, han definido el presente, y cómo los principios con los cuales ya me he familiarizado han predeterminado ya las opciones a mano para la humanidad por varias generaciones por venir. Yo, por tanto, actúo en el presente sobre la base de mi conocimiento de un pasado que se extiende mucho más atrás que mi nacimiento, y de un futuro que me es visible, como cuestión de principio, por un par de generaciones o más por venir.

No sólo vivo como un observador de este período del pasado y el presente; actúo en reacción al futuro, por causa de los efectos que esta acción podría tener en hacer ese futuro. Las decisiones que haya tomado tendrán consecuencias luego de mi muerte. Vivo ahora en esta existencia mortal, como un ser inmortal. Para mí, ésa es la única forma de vivir una vida mortal decente. Es, de hecho, la única forma decente de vivir para cualquier ser humano, como un inmortal.

El pobre tipo típico topa con la idea de la muerte como si fuera una “tabla del piso”. Muy bien pudiera desear creer con firmeza que hay algo bueno al otro lado de esa tabla del piso que concibe como la muerte, pero no tiene ningún conocimiento real de ello, y su fe en lo que eso podría ser es, por ende, insegura. Puede que se aferre a una cierta creencia sobre lo que está detrás de las tablas del piso porque necesita creer en ello; y ya que su creencia es tenue, y quizás falsa, debe tratar de creer en esa creencia aun con más apasionamiento, y hasta estar dispuesto a matar para eliminar a las personas que le hagan dudar sobre las creencias que lleva consigo.

O, en el extremo, su desesperación puede llevarlo a odiar a Dios, como lo han hecho Nietzsche y sus seguidores, como la pandilla de Hitler. Como la verdad muestra, este odio aparece con claridad en el rostro del predicador para quien las pasiones de una reunión de evangélicos y el “trueno” de los agraristas de Nashville que le hace eco a una concentración del Ku Klux Klan, son una y la misma cosa.

Por tanto, tratemos de terminar este informe con la siguiente reflexión concluyente.

El progreso de la raza humana hasta ahora siempre ha dependido, en la medida que sabemos de los hechos de la historia, de ese relativo puñado de personas vivas que califican, por excepción, como las verdaderas dirigentes de las humanidad en su tiempo. Por dirigentes, nuestra intención debe ser decir: aquéllos para quien el pasado y el futuro son tan reales en tanto experiencia como cualquier experiencia presente en el corto plazo. A este respecto, Juana de Arco era tan real en la historia verdadera conocida, como Federico Schiller presenta el principio de su papel sublime en el escenario clásico. Ella vio y ayudó a forjar el futuro al negarse a traicionarlo, ni siquiera para evitar los dolores terribles que le infligieron las fuerza del mal conocidas como la Inquisición. Ella fue una de ésas que, mártires o no, podían dedicar su vida al futuro. Podía hacer esto sólo porque su interés propio descansaba en un futuro producto de su vida mortal, un producto que era su sentido más imperioso de interés propio en tanto persona conciente de su inmortalidad. Es lo mismo para el gran descubridor científico, y para toda persona, aun la que está en una condición social relativamente más simple, que vive para el futuro que está comprometida a hacer realidad por el futuro de la humanidad.

Tales son los verdaderos ciudadanos del mundo, y es de ellos que depende el conocimiento y la fe en la ley natural, y su reflejo en el derecho constitucional.

Lo que Dick Cheney está haciendo hoy es asqueroso. Él es una amenaza, no porque sea asqueroso, muy asqueroso, sino porque sus acciones constituyen una amenaza para el futuro de la raza humana, para la inmortalidad de nuestra ciudadanía. Por tanto, no debemos complacernos en castigarlo por el mal que ha hecho, sino más bien sentirnos satisfechos de que el mal que ha representado ha llegado a su fin, y que lo han remplazado en cualquier posición dirigente por aquéllos a quienes podemos confiarles el futuro. Meramente castigarlo, y nada más, es desollar a un chivo expiatorio, y no corregir el error que permitió que ocupara esa posición tanto como lo ha hecho.

La lección del derecho constitucional que debe servir de guía en la presente ocasión de crisis, debe ser la siguiente: debemos desarrollar con mayor frecuencia dirigentes funcionales y en potencia que le traigan un mejor futuro a la humanidad. Eso significa inculcarle a nuestros jóvenes y, ojalá, a algunos tipos más viejos también, el sentido práctico de una inmortalidad viva dentro de sí. Porque es entre los que tienen, como Wordsworth trató de decir en sus mejores momentos, “una intimación de inmortalidad”, que pueden encontrarse los únicos intentos durables de moralidad.

Por tanto, la contribución más importante que puedes hacer tú ahora, en lo personal, en tanto individuo, es convertirte de forma autoconciente en un ser humano eficientemente inmortal. Son sólo los esfuerzos, a veces hasta patéticos, de lograr algo en ese sentido, los que nos han ayudado a progresar tanto como lo ha hecho la civilización. Aun un intento serio toca la inmortalidad. La inmortalidad, así concebida, es el rasgo esencial del derecho constitucional de nuestra república, y es a esa ley a la que hay que servir.

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[16]En el uso contemporáneo relativamente difundido que hacen de él ciertos grupos de extrema derecha, el término “integrista” quiere decir un Estado como el de las notorias iglesias galicanas de la Francia de Luis XIV y el emperador Napoleón Bonaparte, quienes basaron sus leyes en la legalización del cristianismo como una religión autorizada en el panteón pagano del Imperio Romano por parte de Constantino, pero, a condición de que él, el Emperador, nombrara a los obispos. De ahí la lucha de cristianos tales como los de la tradición de Agustín, contra esta condición que Constantino adujo haber sido afirmada por el concilio de Nicea de 325 d.C. La doctrina integrista del medioevo afirmaba que el emperador Constantino le había donado la autoridad imperial sobre Europa Occidental al Papa, la doctrina mitológica de la “Donación de Constantino”, la que se comprobó que era un fraude durante el gran concilio ecuménico de Florencia a mediados del siglo 15. Este fraude había sido empleado como el fundamento legal para el sistema medieval ultramontano de la “globalización”, bajo la tiranía de una alianza entre la oligarquía financiera veneciana y la caballería normanda. En las organizaciones derechistas de hoy, levantadas en torno a los nazis que huyeron a Iberoamérica y otras partes por medio de la “línea de ratas”, que en gran parte manejaron círculos con sede en España asociados con Allen Dulles y los hijos de William F. Buckley padre, la leyenda “integrista” se mantiene viva como el fundamento para los católicos errantes de derecha, de los cuales son representativos los adversarios de los papas Juan XXIII, Paulo VI y Juan Pablo II. Según el derecho moderno, los cuerpos religiosos legítimos tienen protegido el derecho común de los miembros de un conjunto de asociaciones voluntarias autónomas que operan bajo el gobierno, pero que son independientes de él. El “integrismo” hoy ocurre más que nada como una expresión de asociaciones e ideologías fascistas, pero el concepto que subyace la creencia “integrista” tiende de otro modo a cobrar varios disfraces.

[17]Aaron Burr era un importante agente del Ministerio de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña desplegado en los EU para llevar a cabo operaciones subversivas, entre ellas, el Bank of Manhattan y la operación a la que Andrew Jackson fue atraído por Burr. Ver Treason in America: From Aaron Burr to Averell Harriman (Traición en América: De Aaron Burr a Averell Harriman), por Anton Chaitkin (Nueva York: New Benjamin Franklin House, 2a ed., 1985).

[18]Jacques Necker era el padre de la notoria madame de Staël. La esposa de Necker, la mamá madame de Staël, había sido considerada como posible esposa de Edward Gibbon, el propagandista de lord Shelburne y autor de The Rise and Fall of the Roman Empire (Historia de la decadencia y la caída del Imperio Romano). Es notable que el libro de Gibbon se editó con la intención de proporcionar un diseño para un imperio mundial británico. La propia madame de Staël desempeñó un papel como espía contra la familia real de Francia, al funcionar como estrecha confidente de la misma reina María Antonieta que había sido blanco del agente de Shelburne, el conde Cagliostro, de la orden francmasónica martinista, en el incidente del “collar de la reina”, incidente que el agente martinista Napoleón Bonaparte luego dijo que había sido decisivo en el derrocamiento de la monarquía francesa.

[19]Fue en su capacidad como principal ejecutivo de la Brown Bros., Harriman, de Averell Harriman, que Prescott Bush movió los activos financieros que rescataron al partido nazi de Adolfo Hitler a tiempo para preparar la dictadura de Hitler. Esto se hizo en beneficio de Montagu Norman, el gobernador del Banco de Inglaterra, y en colaboración con el agente de Norman, Hjalmar Schacht y el Banco de Pagos Internacionales.

[20]“Reflections on a Partnership: British and American Attitudes to Postwar Foreign Policy, Address in Commemoration of the Bicentenary of the Office of Foreign Secretary” (Reflexiones sobre una alianza: Las actitudes británica y estadounidense respecto a la política exterior en la posguerra), por Henry A. Kissinger (discurso pronunciado el 10 de mayo de 1982 en el Real Instituto de Asuntos Internacionales, la Chatham House de Londres, Inglaterra). El texto completo del discurso en inglés aparece en la revista EIR del 11 de enero de 2002.

[21]Este extracto fue citado por primera vez en The Ugly Truth About Milton Friedman (La fea verdad sobre Milton Friedman), por Lyndon H. LaRouche y David P. Goldman (Nueva York: New Benjamin Franklin House, 1980. pág. 107). Énfasis añadido.

[22]The Fable of the Bees, or Private Vices, Public Benefits (La fábula de las abejas: vicios privados, virtudes públicas), por Bernard Mandeville (Londres, 1714).

[23]¡Quod erat demonstrándum! En realidad, en la práctica, como en el caso de Enron y demás, la “mano invisible” está hurgando en tus bolsillos incluso mientras duermes.

[24]Al bregar con el populismo y expresiones patológicas afines, es importante insistir que lo que tiene que debatirse son los supuestos que subyacen los argumentos de los populistas, y ninguna otra cosa, hasta que las cuestiones subyacentes de los axiomas de los cuales depende la proposición sean tratados como el asunto real de la discusión, y poner a un lado los teoremas populistas que se basan en este supuesto hasta que los supuestos axiomáticos del argumento diversionario del populista antes hayan sido tratados de un modo efectivo.

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